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La Guandoca

16 de junio de 2014
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De cómo resulta vigente una obra que fue estrenada veinte años atrás y escrita hace cuarenta. Es el gran reto que asume esta puesta en escena del Pequeño Teatro, con la dirección del maestro Albeiro Pérez y un elenco de disímiles edades y experiencias diversas. Actualizar y poner al día es tarea de curadores, pero también de creadores, "tomándose licencias artísticas que requieren una nueva época y espacio de representación" –según reza el programa de mano-. De este modo se re-crea la escena, se revitaliza la pieza teatral.

El texto de Gabriela Samper, su testimonio visceral se mantiene indemne, el tamiz de la dramaturgia de Gilberto Martínez, con su experiencia en ese entonces del teatro dialéctico –ahora preconiza la puesta en relieve- le imprime a los personajes un carácter cercano al gestus social, nada de estereotipos en su perfil dramático y les permite a las actrices pasar de sus monólogos interiores al tono descriptivo del relato.

Son varias las narrativas que la pieza propone: Está, naturalmente, el personaje central, Gabriela como narradora. Es quien articula el dispositivo escénico, el adentro y el afuera; es quien interpela al cancerbero –estructura ausente del encierro– en su clamor por que se le considere "presa política", pues para la época se trataba eufemísticamente a los disidentes, era 1974, se avecinaba el fin del mandato de Misael Pastrana, las fraudulentas elecciones de 1970 habían dado origen al M-19 y todo intelectual era sospechoso de sedición. Samper desde el Teatro del Parque Nacional en Bogotá hacía teatro para niños, tal era su crimen.

¿De qué dialogan estas reclusas en el patio de su encierro? "La Cárcel, ese lugar sosegado" –a decir de Escohotado– es el escenario. Su cotidianidad alterada por la impersonal voz del guardián (su omnímoda presencia simbolizada por un gran megáfono le imprime el carácter de "gran hermano", el ojo vigilante del poder), el rastrillo, la requisa, el vejamen. Se les desnuda como síntoma de descomposición de todo orden civilizado, victima re-victimizada del poder. El panóptico como metáfora de la sociedad, las cárceles interiores, la soledad de cada una de las reclusas expresada en sus soliloquios, sus momentos de verdad.

De allí surgen con fuerza los diferentes tonos de los monólogos: el relato, la anamnesis o la reminiscencia que cada una hace del origen de su encarcelamiento: Jeannette Parada, interpreta de modo natural a Gabriela, explícita en su relato, otorga la carga dramática de verdad de su personaje. La Cucha que está por marihuana, por sana, por jíbara, interpretada por Omaira Rodríguez, quizá la actriz de mayor experiencia en el elenco, acompaña a sus parceras con solidez¸ les brinda cobijo y confianza a su desamparo; Ofelia, instalada en su locura, acusada de ser testigo y no la autora de un crimen atroz, la actriz Manuela Muñoz le imprime ese dejo de desamparo en la reiteración de su parlamento; Hismenia, Angélica Marín, acusada de un crimen pasional, con su acento costeño genera un cierto extrañamiento en el espectador; Rubiela, Tatiana Arango, reincidente sindicada de riñas callejeras, vive en tropel su encierro; Lucrecia, Diana Montoya, guitarra en mano, la única música que se permite la puesta, canta su canción, desgarra la voz. En su rol de monja nos remite –nostálgico que es uno- a la novicia rebelde.

La dirección logra equilibrio en lo formal y en lo actoral. Como buen director de actores de probada experiencia, ha obviado el fácil camino del choque de un teatro físico, la confrontación con lo visceral y ha optado por lo natural: el desandar de la memoria en sus avatares y mudanzas y trashumancias, brinda sus matices cromáticos a la interpretación sin patetismos ni sobreactuaciones.

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