El crítico de arte Alexandre Cirici, presente en la Bienal de Medellín de 1968 (la primera de las tres que esos años se celebraron en la ciudad), lo escribió entonces: "Medellín es la Barcelona de los Andes, y Antioquia, la Catalunya de ese mundo".
Los vínculos entre las dos ciudades y regiones se estrecharon al inicio del siglo XXI y durante la alcaldía de Sergio Fajardo, el reflejo de Medellín en Barcelona y la propuesta de renovar la ciudad a través de la cultura se reforzaron. En abril pasado, Antoni Vives, uno de los tenientes del alcalde de Barcelona, visitó Medellín durante el Foro Urbano Mundial, y citaba en un diario catalán: "Medellín y Barcelona son hoy las dos capitales mundiales de la innovación urbana", y concretaba cuál es "el mantra de Barcelona": autosuficiencia energética, cero emisiones, calidad de vida, entre otros aspectos.
El problema es que el modelo Barcelona aplicado al urbanismo de Medellín, algo repetido por los arquitectos de lado y lado del Atlántico, es un engaño.
La capital de Antioquia ve crecer ahora lo que en Catalunya se llaman "porcioladas". Josep Maria Porcioles fue alcalde de Barcelona entre 1957 y 1973, y se le recuerda por representar una etapa de especulación urbanística y el derribo de edificios históricos. Se trata del desorden de planeación de gran dimensión y la especulación que han desfigurado la ciudad del Aburrá.
Es necesario afirmar que decenas de acciones admirables han construido ciudad: parques biblioteca, el metrocable que asciende a barrios populares, intervenciones de pacificación y emprendeduría, ajardinamiento del río…
El problema es qué ciudad quedará para mostrar con esta planeación insostenible que puede reducir a cenizas la belleza del resto de actuaciones.
Es imposible pensar que el skyline de algunas zonas de Barcelona se aplicara a toda ella; que rascacielos de determinados enclaves singulares se alzaran en cualquier barrio.
En los últimos Planes de Ordenamiento Territorial (POT) de Medellín, las alturas permitidas de los edificios han ido aumentando y en barrios residenciales de toda la ciudad, de todos los estratos, se derriban casas para construir bloques de 15 y 30 plantas -se les llama avisperos-. El POT de 2006 permitía cinco alturas de media. Es evidente que el crecimiento urbanístico ha de sacrificar una densidad constructiva baja, pero también es claro que no se puede destruir toda la ciudad y abocarla a una situación que la colapse más de lo que ya está.
En todo el país se violan las leyes de alturas permitidas y no se actúa. Hace ya diez años que se encuentran en Internet denuncias de este tipo y es sorprendente que la fiscalización se delegara a agentes como los curadores, que no han respondido suficientemente ante la ley.
El caso Space de El Poblado debería significar un antes y un después en esta regulación, pero en el mismo barrio hubo ya hace pocos años derrumbes que inutilizaron viviendas. ¿Por qué cerrar los ojos a la situación geomorfológica de la ciudad? Fracturas del suelo, aguas subterráneas, sensibilidad sísmica y deslizamientos habituales son los retos que hay que gestionar, y arquitectos, técnicos, empresarios y cargos públicos deberían responsabilizarse ante ello.
No actuar ante las violaciones y la especulación ya ha dejado casi sin retorno lo que era una ciudad hermosa. Enzarzarse en la carrera de los rascacielos sin planear globalmente no es una estrategia de smart city. Una villa inteligente será la que no repita los errores de los otros y España es, desgraciadamente, un modelo de crisis a la que han llevado la burbuja inmobiliaria y el sobreendeudamiento de los ciudadanos.
Pero poder tumbar cualquier edificio para construir 15 o 20 plantas no es, afortunadamente, un modelo Barcelona.
* Universidad Autónoma de Barcelona
** El original de este artículo en catalán apareció en el boletín de la Fundación Jordi Pujol de Catalunya.
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