De cero a siempre. Habitantes de todas las edades cuentan con programas del ciclo educativo creados para que nadie se quede sin estudiar, lo que demuestra que la región da pasos firmes hacia la cobertura plena. Buen Comienzo está disponible desde la gestación y hasta los cinco años (94.864 personas beneficiadas en 2017), hay abiertos 330.000 cupos para la educación básica y secundaria en 229 colegios oficiales, existen programas para niños con dificultad de aprendizaje, talleres para formar talentos, alianzas con universidades y empresas, 10.000 becas para acceder a la educación superior y hasta cursos digitales para adultos mayores. Por eso la capital antioqueña terminó el año pasado con la tasa de deserción escolar más baja de la historia (2,9 %) y recibió la distinción de Ciudad del Aprendizaje, de la Unesco, por promover una educación inclusiva. Pero la tarea no está terminada. Según el Informe de Calidad de Vida 2017, los esfuerzos se deben centrar en aumentar la asistencia entre los 18 y 24 años. Además, se deben mejorar las competencias en educación básica, revisar la pertinencia del actual sistema de cara a la cuarta revolución industrial y aumentar el dominio de un segundo idioma. Los relatos de Jairo y Miguel demuestran que el esfuerzo vale la pena.

Una beca salvó el sueño de Miguel de estudiar psicología
Decepcionado por haber quedado a solo un punto de pasar a la Universidad de Antioquia, Miguel Patiño Bolívar encontró trabajo en una bodega para ayudar a la subsistencia de su hogar. Una llamada lo interrumpió mientras descargaba un par de cajas. En el otro lado estaba su madre con una noticia que él no creyó: “Mijo, se ganó una beca”. Consciente de que lo devengado por su mamá en aseos esporádicos en casas más pudientes no alcanzaba para pagar una matrícula costosa, Miguel iba a salas de Internet de su barrio a estudiar tutoriales para la prueba en la universidad. Presentó el examen y, a la par, la prueba Saber del grado once. Por eso cuando recibió el resultado de la Universidad de Antioquia sintió desazón. “Tenía claro —cuenta— que si no pasaba, no podía seguir estudiando. Lo iba a intentar hasta que me ganara un cupo”. Terminó de descargar las cajas que tenía pendientes y se alistó para corroborar que no se trataba de una mala jugada del destino. “Solo hasta que firmé el documento en Sapiencia —relata— me di cuenta que era verdad”. En efecto, Miguel, estudiante de la Institución Educativa Guadalupe de Manrique, fue uno de los mejores 219 bachilleres de colegios públicos de Medellín en 2016, lo que le permitió elegir la carrera y la universidad de su preferencia. Escogió Psicología en el CES. Comenzó el pregrado en 2017 aún desubicado en tiempo y espacio, tanto así, que la primera semana, dice, le tocó irse y venirse a pie, desde su casa hasta la sede de la universidad en El Poblado porque no tenía pasajes. Buscó algún trabajo a contra jornada para pagar el costo del transporte y así sobrevivió al primer semestre. Luego fue beneficiado por el Fondo EPM y desde entonces solo se dedica a leer a Freud y a Jung. Es el orgullo de su madre y de sus dos hermanas, una de ellas, con problemas cognitivos. “La Psicología —sostiene— es la herramienta que tengo para aportar en mi casa y ayudar a mis hermanas. No pensamos en limitaciones económicas, las barreras se pueden cruzar si uno sabe que quiere ser”.
Descubrió el amor por la robótica en una carreta de Reciclaje
Armaba carritos con motores que sacaba de los restos de equipos de sonido, televisores y computadores. Jairo Alonso Carvajal Ochoa nació en San Roque (un pueblo del Nordeste de Antioquia) pero muy pequeño se recuerda subido en la carretilla de reciclaje de su padre, recorriendo las calles de Medellín para buscar el sustento en medio de los desechos que bota la ciudad.
La chatarra electrónica que comercializaba su papá fue su insumo para enamorarse de la robótica. Después de aprender las bases de la técnica en un laboratorio académico del Sena, avanzó en sus experimentos, tanto, que participó en una feria de la ciencia en el Parque Explora con un brazo robótico que manipulaba productos químicos.
El mismo año en el que murió su padre, Jairo representó a Colombia en un Mundial de Robótica realizado en Estados Unidos (2015). La carretilla no se volvió a mover, no era necesario porque los sueños del niño que llegó a la urbe a los siete años ya volaban. Motivado por continuar sus estudios, le escribió una carta al rector de Eafit contando sus inventos con motores de basura tecnológica y pidiendo un cupo en el pregrado de ingeniería.
El escrito de Jairo logró su cometido y, con la beca asegurada, siguió su camino entre robots y gigantes. En 2017 fue invitado al One Young World, un foro para 1.500 jóvenes líderes en tecnología. Inspirado en las charlas del ghanés Kofi Annan, y la activista pakistaní Malala Yousafzai, volvió con el propósito de romper brechas. Promovió la participación de alumnos de colegios públicos en el grupo de robótica y hoy 30 muchachos de las barriadas populares van tras los pasos de Jairo que, a sus 19 años, es uno de los tutores.
También fue patrocinado por Singularity University, una institución académica de Silicon Valley (Estados Unidos), para participar en un taller de inteligencia artificial. Su próximo desafío es el First Robotics Competition, un concurso mundial en el que empresas como Boeing establecen pruebas a equipos de China, Japón y Estados Unidos, entre otros. La cita es en abril, en West Palm Beach (Florida). “Ha sido un camino duro —dice—, la vida tiene muchos obstáculos que intentan cerrar las puertas. Pero uno no puede dejarse, siempre hay que soñar. Mi meta es trabajar en la Nasa y lo voy a intentar todos los días”.