La sangre llama, dice uno de los vallenatos más celebrados de los Hermanos Zuleta Díaz.
Lo compuso Emilianito, para expresar cuánto extrañaba a su hermano, Poncho, y la urgencia de reunirse con él.
La herida que me mataba/ la ausencia de mi hermanito./ Él por un lado solito/ y yo lo necesitaba.
Son hijos de Emiliano Zuleta Baquero y Carmen Díaz, dos vías que traían, desde muy antiguo, tradiciones musicales. Abel Medina Sierra, investigador del vallenato, cuenta en su libro Seis cantores vallenatos y una identidad (Fondo Mixto para la Promoción y las Artes de La Guajira), que el papá de los Zuleta, el Viejo Mile, era nieto de Job Zuleta, quien ejecutaba instrumentos de percusión, fricción y viento.
Y se sabe que su padre, Cristóbal, fue trompetista, cantante y guitarrista.
«¿A los Zuleta? Los conozco desde que nací —cuenta Tomás Darío Gutiérrez, investigador del vallenato—. Los conocí en Becerril, de donde soy oriundo. Allí vivían los hijos del viejo Emiliano. Y él, el viejo Mile, no faltaba en las fiestas patronales de la Virgen de La Candelaria. Mi papá llevaba al pueblo a los grandes acordeoneros de la época».
Después, se trasladaron a Valledupar. El viejo Emiliano, campesino, tenía la idea de que sus hijos debían estudiar. Por eso los envió, primero a Emilianito y después a Poncho, a un colegio de Tunja.
En una nota publicada en EL COLOMBIANO el 28 de agosto de 2005, titulada Poncho toma un desayuno celular, cuando promocionaba el disco Cien años de Bohemia —con el cual, un año después, se convirtieron en los primeros artistas colombianos en ganar el Grammy Latino en la categoría Vallenato/Cumbia— evocó a la vieja Sara, su abuela, y el tiempo de Tunja.
«¿Cuantos años tendría yo? Como unos trece. Llegamos a cursar primero o segundo bachillerato, una cosa así».
En esas tierras paperas no se oía un vallenato. Sabían que existía, cómo no, pero era catalogado como música corroncha, una auténtica guasábara. En breve, los hermanos Zuleta Díaz, ¡presente, profesor!, eran las figuras más populares de Tunja. No podían faltar en actos cívicos y eventos del pueblo, cantando las canciones del viejo Emiliano, de Escalona, de Leandro Díaz, las canciones que ellos habían cantado desde niños en esas tierras sombreadas por cañaguates. Es más, las que oyeron cantar a la misma Vieja Sara, su abuela, esa figura de leyenda que en su juventud fuera conocida como “la Dictadora” cuando se desempeñaba como “comisaria” de El Plan, un pueblito frío de la Serranía del Perijá, cerca de Venezuela. Ella salía montando a caballo con una escopeta y cantando a buscar ladrones. «A la Vieja Sara le heredamos la alegría, compadre».
No bien habían pasado algunos meses en la fría capital boyacense, cuando ese par de muchachos era enviado en representación del colegio a cuanto pueblo realizara alguna fiesta.
«Fuimos metiendo el vallenato, poquito a poco. La gente comenzó a tararearlo... Pero, la verdad sea dicha, cuando escucho una guabina me embarga la nostalgia... se me viene a la mente ese tiempo en que vivimos allá mi hermano y yo».