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Juan Gabriel Vásquez apaga incendios en este libro de cuentos

En su nuevo libro, el escritor bogotano vuelve, después de 17 años, a este género, que tanto le gusta.

  • El lanzamiento de Canciones para el incendio es esta tarde en Bogotá, a las 7:00 p.m., en Museo El Chicó. FOTO alfaguara
    El lanzamiento de Canciones para el incendio es esta tarde en Bogotá, a las 7:00 p.m., en Museo El Chicó. FOTO alfaguara
27 de noviembre de 2018
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De los nueve relatos de Canciones para el incendio solo uno, Aeropuerto, termina en página par, la 150. Los otros ocho, en cambio, en impar, como no pasaría en una novela de Juan Gabriel Vásquez. Nunca.

Él escribe en word, con las márgenes que va a tener el libro: así controla que un capítulo termine en la izquierda, cortando un párrafo, buscando ese espacio, dice él, para elaborar un pensamiento o hacer una idea más intensa. Solo que el cuento no lo permite: su versión final, dice él otra vez, es cuando ya no se puede quitar una palabra porque se desbarata todo. Entonces puede terminar, como Los muchachos, en la 173, o Las ranas, en la 93.

A Juan Gabriel le tocó aceptar que el final fuera un poco más arriba de la hoja o en página par. Nada que hacer. Así se fue su libro más reciente, en el que vuelve a los relatos después de 17 años.

¿Cómo los escribió, de una sola vez o por épocas?

“Yo publiqué Los amantes de todos los santos en 2001, después de eso hice otros dos cuentos que acabaron siendo parte de ese libro en una nueva edición, y en los últimos diez años he escrito una docena. Lo que hice fue escoger los mejores y salieron cuatro, que tenían en común un narrador autoficcional: Juan Gabriel Vásquez. En El doble, en Aeropuerto, en Las malas noticias y en El último corrido, el narrador soy yo.

Y me di cuenta de que tenían otro punto en común, que era un contacto breve con una violencia que le ha ocurrido a otros. En algún caso porque me tocó ser extra de una película de Roman Polanski, y él había sufrido un hecho de violencia unos años antes. En otro por esa especie de violencia rara que es una enfermedad invasiva como el cáncer, que le da al cantante de El último corrido. Entonces empecé a escribir otros que trataran de explorar momentos similares, esos en que la violencia le pasa a uno al lado o que le ocurre a otra persona y te afecta la vida o la percepción del mundo.

Escribí cinco cuentos nuevos en el último año y medio, y eso es el libro. Esos cinco los escribí pensando en darle una estructura especial, en alternar narradores, en cambiar formas, en explorar las posibilidades de este género fantástico que te permite apresar o capturar una emoción o una pequeña revelación sobre lo que somos los seres humanos y que la novela pasaría por alto, porque ella hace unos cuadros grandes de la sociedad. A la novela no le interesan estas emociones pequeñitas, pero a mí me parece que son valiosísimas, dicen mucho de lo que somos y se perderían si no existiera el aparato del cuento para capturarlas”.

¿Si fue extra de Polanski?

“Eso es verdad, y es verdad que me fui de gira con un grupo de corridos mexicanos, es verdad que visité la base militar norteamericana de Rota, en el sur de España, y que conocí ahí a una gente. La otra cosa que tienen en común estos relatos es la cercanía con mi experiencia, y eso es algo que es mucho más fácil de hacer en el cuento que en la novela: explorar un episodio de nuestra experiencia, que resulta oscuro, difícil de entender, algo que hemos sentido en una situación y no sabemos cómo se llama ni qué fue lo que nos pasó. Si escribes una novela estás tres años pensando en eso y digamos que la revelación se pierde, pero un cuento es una pequeña terapia con un amigo, te sientas, le cuentas lo que pasó y tratas de darle algún sentido.

De manera que todos giran alrededor de experiencias reales que para mí fueron misteriosas u oscuras. El cuento es la manera de nombrar esas emociones o esa revelación que tuve en determinada circunstancia. Yo nunca he escrito ficción desapegada de la realidad, todo lo que he escrito de ficción tiene un pie muy firme en algo verdadero, que me pasó, que vi, que viví, y el aparato de imaginación que uno construye alrededor es una manera de sacarle sentido a eso”.

A veces los llama relatos, ¿por qué?

“Siempre me ha interesado mucho esa definición. Es una de las diferencias que nuestra lengua tiene con el inglés, que distingue muy claramente lo que ellos llaman tale, que es el cuento de antes, de los narradores, casi como una historia que se narra junto a la fogata, es como una fábula, que tiene casi siempre un elemento fantástico. Lo distinguen del short story, que es el relato nuestro, la tradición que viene de Antón Chéjov y de Guy de Maupassant, y todos estos que para mí son muy importantes.

Estos cuentos de tradición realista son los que para mí sirven, unas trampas en las cuales queda atrapada una emoción, algo que entendemos sobre la condición humana que de otra manera no podríamos capturar. Siempre me ha gustado más el término relato, porque el cuento lo asocio a una tradición oral junto a la fogata”.

Para muchas personas la violencia se asocia a un hecho de guerra, y muchos de los cuentos lo tratan así, pero está también el cáncer como hecho violento. ¿Estaba explorando ampliar ese concepto?

“La palabra ha venido cargada en Colombia durante las últimas décadas, y sobre todo los últimos cinco años, de connotaciones que son exclusivas de la guerra, y yo quiero devolver, liberarla de esas restricciones y recordarnos que hay muchos momentos más diversos en los que nuestras vidas rozan la violencia, que esta puede tener mil encarnaciones distintas.

Ese cáncer es una enfermedad violenta porque se soluciona con una intromisión a cuchillo en el cuerpo de una persona, que es la cirugía que sufre el personaje. La violencia puede ser eso o un crimen que le sucede a otro, como es el de Polanski. Pasar junto a eso y ser testigo de cómo vive su vida presente alguien que ha sufrido violencia en el pasado es un instante que para mí fue muy elocuente.

Luego hay un cuento que es una especie de metáfora sobre mi generación, Los muchachos, qué es crecer en la Bogotá del terrorismo, la violencia que ocurre más allá, y cómo las bombas y los asesinatos afectan las vidas de un grupo de adolescentes. Entonces todos son casos que tratan de ensanchar un poco el significado de lo que es la violencia para nosotros, para que no nos quedemos en el significado restringido y periodístico que tiene en esta actualidad”.

El tono es rápido. ¿Por qué tanta rapidez?

“La novela que a mí me gusta escribir exige una densidad, bajar el cambio y a veces andar despacio, concentrándose mucho en las cosas y pensando mucho. En cambio el cuento tiene para mí la virtud de que puede ir rápido, ganar un cierto impulso y pasar a una cierta velocidad, con una especie de ligereza por sus temas. A veces su gracia está en eso, en pasar por encima sin detenerse demasiado, sin contarlo todo, porque parte del significado lo construye el lector, quien completa las palabras que hay sobre la página con su imaginación, como es el caso del primer cuento, Mujer en la orilla, que depende mucho más del lector que de lo que se cuenta.

Sí hay una voluntad muy consciente de utilizar una frase que permita una lectura a alta velocidad, en la que está todo el tiempo moviéndose la narración hacia adelante, porque el relato te exige esa economía, ese impulso. En el último cuento, Canciones para el incendio, es más notorio que en cualquier otro. En cincuenta páginas se cuentan décadas de la vida de unos personajes, va muy rápido. Con ese material pude haber escrito una novela de 400 páginas, pero lo reduje para concentrar el significado y dar una experiencia más potente al lector”.

¿Qué lo hizo dejarlo como un cuento y no ceder a la tentación?

“Eso forma parte de la intuición de un escritor, me pareció que yo hubiera podido con ese mismo material, llenarlo de historias y de párrafos para hacer una novela, pero que la virtud de esa historia estaba también en la concentración, en reducir. La riqueza de esa anécdota dependía de contarla de una manera muy rápida, muy ligera en los términos de Calvino. ¿Te acuerdas de esa conferencia de Calvino que decía que la ligereza era una de las virtudes del próximo milenio? Era eso. Era una historia capaz de elevarse, en lugar de hacerla densa y pesada como puede ser una novela. Y además tiene una arquitectura muy especial, que funciona en espiral: empieza en una cosa y a la mitad te das cuenta que te están contando otra. Empieza hablando del soldado de la primera guerra y luego te das cuenta de que la historia en realidad es otra. Hubiera sido posible hacer una novela con eso, pero creo que hubiera dañado la potencia de la historia”.

Los personajes están recordando. El pasado es lo que le interesa, de hecho, a Juan Gabriel...

“Claro, todos los cuentos tienen que ver con un acto de memoria. En el primero es una fotógrafa que recuerda una historia que vio o vivió. En los que yo soy el narrador siempre es un acto de memoria de algo que pasó hace 20 años. Tú lo has dicho, ese es uno de mis temas, utilizar la escritura de ficción como vehículo para ir a ese lugar misterioso que es el pasado y ver qué fue lo que realmente pasó ahí, que es algo que me parece nos preocupa a todos: cómo acceder al pasado, que por definición es un territorio desaparecido. Eso es algo que hacemos todos los días: tratar de recuperar el pasado perdido mediante las historias, contando cuentos sobre algo que ya se ha ido, para ver si podemos vivir ahí un poquito más o si podemos entenderlo después de no haberlo entendido, o lo que sea. Y los cuentos son una forma muy compleja, sofisticada, de capturar uno de esos momentos que se han ido, para iluminarlo y saber realmente qué fue lo que nos pasó ahí. Esa es una cosa muy linda que puede tener la literatura de ficción: esa capacidad de penetrar en un territorio que es inasible”.

En esas pequeñas emociones está por ejemplo el Juan Gabriel viajero. Ahí también, en los relatos, hay un viaje...

“Es un viaje y un encuentro. Yo siento que a veces esa puede ser la diferencia entre mis cuentos y mis novelas. Estas son de alguien que está plantado en Bogotá, en Colombia, y está buscando historias. En cambio los relatos son de alguien que se está moviendo y que se encuentra con las historias casi sin querer. Todos los cuentos son eso: Mujer en la orilla es sobre alguien que me encuentro y que me cuenta lo que le pasó. Las malas noticias, que es uno de mis favoritos, es una serie de encuentros azarosos, de chocarse en la vida con gente con la que uno pudiera muy bien no haberse encontrado nunca. Hay una dinámica en los escritos de este libro, que es mi fascinación por las historias ocultas de los otros. Por razones misteriosas que nunca he entendido muy bien, a la gente que conozco le encanta contarme cosas, su vida. Y a veces ahí hay algo que siempre me interesa mucho, que me parece digno de explorar un poco más y transformarlo en una situación de ficción. Es esa curiosidad por la vida de los otros que a mí me parece fundamental, no solo como novelista sino también como cuentista. Esa fascinación por el hecho de que todo el mundo tiene una historia detrás y capturarla, para que no se pierda, me parece una misión importantísima”.

La política le interesa mucho, y está en los cuentos, pero no directamente. ¿Eso es porque es parte de la vida cotidiana?

“Esto es muy importante para mí, la demostración de que esa idea que separa la vida y la política es completamente falsa. Todo es política en la vida de todos, incluso la posición de un escritor que dice no me interesa la política, es una posición política. Eso como primera medida. Lo que pasa con los cuentos, por oposición a la novela, es que esta puede ser política en un sentido en que los cuentos rara vez lo son. Porque estos tratan sobre todo de vidas privadas en un ámbito privado. Las novelas pueden explorar la vida de un individuo en un contexto más grande, público, histórico, político, pero los cuentos suelen fijarse en el individuo desvinculado del marco social y, sin embargo, las situaciones que me interesó explorar en este libro no siempre, pero con alguna frecuencia, son momentos en los que la vida de afuera, la vida política y pública, se mete en la privada. Eso es lo que pasa en Canciones para el incendio, en Los muchachos, y de manera retorcida en el primero, Mujer en la orilla. Luego, ya está. Los demás cuentos son emociones netamente privadas como Las malas noticias, que es un cuento muy raro, depende de cómo lo leas. Puede ser como una especie de amor futuro, frustrado por la muerte de una persona que no es ninguno de los amantes.

Entonces son emociones muy privadas, pero es verdad que hay siempre una preocupación por lo que llamaríamos el mundo político y cómo eso afecta las vidas individuales de la gente”.

Venía de varias novelas y el año pasado un libro de ensayos. ¿Qué lo trajo a los cuentos otra vez?

“Un agotamiento con la manera de ver el mundo que tienen las novelas. Desde que publiqué el primer libro de cuentos en 2001, Los amantes de todos los santos, empecé a tratar de mirar el mundo con las herramientas de la novela, que permiten hacer unas cosas muy especiales, y me puse a tratar de entender cómo utilizarla para capturar esas historias que tenía, y creo que con La forma de las ruinas de alguna manera cerré un ciclo. Salí tan agotado mental y emocionalmente, que el siguiente libro fue el de ensayos sobre la novela, y sentí una especie de urgencia de volver a escribir cuentos sobre cómo había cambiado mi relación con el género desde que publiqué Los amantes de todos los santos, y lo que descubrí es que en todos estos años había leído y estudiado sin querer muchos cuentistas que me habían dejado una serie de lecciones. Este libro lo escribí en un estado de exaltación y de felicidad extrañísimo. Fue lo opuesto al primero, que lo hice con angustia e incertidumbre, porque había escrito dos novelas que para mí eran fracasadas y este libro era la prueba definitiva: si eso no salía bien me dedicaba a otra cosa. Este en cambio fue hecho con un sentido de que las lecturas de 20 años estaban ahí. Cada cuento tenía las soluciones a sus problemas, y eso fue una cosa maravillosa, y yo creo que eso lo siente el lector, que estuve muy a gusto escribiendo y que cada uno es lo que quería que fuera, que es lo mejor que se puede decir de algo que uno escribe”.

Novela, ensayo y ahora volvió al relato. ¿Qué más hay en Juan Gabriel que no sepamos? ¿Poesía, teatro?

“Pues yo llevo mucho tiempo queriendo escribir teatro y lo tengo entre ceja y ceja, no se me va a ir porque tengo una fascinación por el género, porque me he alimentado de dramaturgos como Shakespeare y David Mannet, siempre lo he hecho, tratando de saber cómo diablos escribo una obra de teatro. En los próximos cinco años estoy seguro de que será un libro. Pero hay novelas, algunas con más ficción que otras. Mi problema es que mis proyectos me acompañan mucho tiempo, antes de que me ponga a escribirlos, entonces tengo dos cosas por ahí que se van a volver novela en un futuro, probablemente el próximo libro sea una de ellas. Entonces sí, sigue habiendo proyectos en territorios que ya conozco como la novela y otros en desconocidos como el teatro. Vamos a ver cómo sale”.

¿La poesía no?

“Me da tanto miedo, porque la poesía es tan difícil, la de verdad. Escribo de vez en cuando y sigo leyendo muchísimo, pero no veo un libro todavía”.

¿Cada relato es como una canción?

“El título está escogido así, para que hable del cuento que lo lleva, y también para que sirva para todo el libro. Todos los cuentos podrían llevar el último párrafo del último cuento, porque lo que tienen en común es esa circunstancia de ser mucho después de una situación difícil. El cuento es ese lugar donde recordamos esa violencia pasada, ese incendio pasado y le dedicamos palabras para tratar de que tenga sentido, que son las canciones. El título metafórico es simplemente un intento porque después de sucedido el incendio, la catástrofe, la desgracia, la situación difícil, tratar de componer una historia al respecto para poder entender lo que pasó. Eso es lo que hacemos los seres humanos”.

¿Ya no va abandonar el cuento tanto tiempo?

“No, no. De pronto pasan otros 20 años antes de que publique el siguiente libro. Es un género que me gusta mucho. Me he pasado los últimos años, que han sido de mucha concentración en la novela, incluso el libro de ensayos es sobre la novela. Solo he leído cuentos y he vivido con un gozo, con una felicidad en los cuentos de Alice Munro, es fantástica, y en los de Flannery O’connor, y he leído con admiración lo que se está haciendo en el género en mi generación, gente como Samanta Schweblin en Argentina. Yo creo que se están escribiendo cosas muy interesantes y luego claro, mis maestros de toda la vida, Chéjov, el Joyce de Dublineses, Hemingway, a eso vuelvo todo el tiempo, y es un placer. Es como lavarse un poco la mirada después de la intensidad de tres años vividos con Jorge Eliécer Gaitán y con Rafael Uribe Uribe en esa condenada novela que terminé agotado”.

Claro, fueron más de 500 páginas en La forma de las ruinas...

“Eso fue una intensidad que salí sintiendo que necesitaba una ducha, y los cuentos son la ducha, es una delicia”.

¿También lee cuentistas colombianos?

“Sí, he leído mucho y apoyado la carrera de Margarita García Robayo, que es una extraordinaria cuentista, y está por ejemplo Pedro Baldrán Baladi, autor de cuentos que me encantan. También he leído a Andrés Felipe Muñoz. Me falta tiempo para leer todo lo que sale. Me he encargado de varias antologías de colombianos y yo creo que en Colombia hay grandes cuentos que se están escribiendo todo el tiempo”.

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