A los escritores que no hollan con sus pies la carrera Séptima, ni enfocan con sus ojos el Cerro de Monserrate se les hace difícil hacer parte del mapa literario.
El centralismo, siempre miope, excluye a los escritores que habitan las regiones, desconocen su labor. Parece que los encargados de los medios de comunicación y las grandes editoriales creyeran que la ubicación planetaria de esa ciudad, entre las coordenadas 4°35′56″Norte y 74°04′51″Oeste, o sus 2.600 metros de altura sobre el nivel del mar causaran que en sus aires flotara una sustancia que hiciera más creativos a los creadores que allí moran.
Juan Diego Mejía, escritor y director de la Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín, cuenta:
“Hace unas décadas, a editoriales e instituciones de Bogotá, al organizar eventos literarios, les parecía atractivo adicionar un nombre de una persona de provincia sólo para llenar una cuota de descentralización”.
Después, continúa, muchos escritores de las regiones migraron a Bogotá con la idea: “si nos ‘ningunean’ por estar en las regiones, llegamos para que nos tengan en cuenta”. Unos se mudaron por una larga temporada; otros, definitivamente.
José Libardo Porras, Óscar Collazos, Eduardo Escobar, Piedad Bonnett, Juan Manuel Roca, Juan Felipe Robledo, Catalina González... El primero, a pesar de que ganó un Premio del Ministerio de Cultura, no consiguió atención y regresó a Medellín; el segundo siguió viajando; los demás se quedaron allá y son ahora casi bogotanos.
“En Bogotá no se leen las regiones —sostiene Mejía—. Las consideran exóticas, folclóricas”. Cuando no, es porque la cuota de descentralización la llenan con esos escritores que se radicaron allá.
El escritor Pablo Montoya, en nota publicada el 28 de febrero pasado en El Espectador, dice: “El centralismo (...) influye en todo y, por supuesto, en la literatura de Colombia. Siempre ha sido así. Aún dependemos de Bogotá, de sus periódicos, de sus editoriales, de sus revistas. Si un escritor colombiano (...) no sale referenciado en Semana, o en Arcadia o en El Malpensante, pareciera no existir. Es una ridiculez, en el fondo, porque el sentido de la importancia literaria supera en creces estas coyunturas. Pero es una ridiculez que cuenta y que, por desgracia, siempre ha medido los parámetros de nuestra literatura y, sobre todo, de nuestros niveles de lectura”.