Un zapatero remendón, delantal de dril, quita la lisura y, con ella, el brillo a una tapa de zapato, haciéndola rozar el disco de un esmeril de motor, para que después el pegante haga su efecto en la aspereza: se adhiera mejor al tacón del calzado.
Es Roberto Parra, hombre que ocupa un puesto en el tercer piso de la Placita de Flórez, la que celebra 125 años en 2016. De su vida, él ha pasado 30 buscando su pan en ese sitio. Primero, 14 años trabajando en el andén; después, 16 gastando un poco más las suelas de sus zapatos para llegar a su puesto en las alturas.
¿Sus clientes? Campesinos de Rionegro, Guarne, Marinilla, Santa Elena y San Cristóbal que mercan y proveen de hortalizas y flores las tiendas; vendedores, y clientes habituales del lugar.
Pero, algo hace que le aprieten los zapatos: “los chinos nos tienen inundados de chanclas y tenis, ordinarios pero baratos; algunas personas, en vez de remontar o remendar su calzado, prefieren comprarse un par nuevo”.
Salud y buena suerte
Sin embargo, el remedio lo tiene allí, escalas abajo. Para llamar la buena suerte, él podría recurrir a baños con hierbas amargas, que bien le recomendaría el Brujo, como llaman a Álvaro Ordóñez Yepes. “No me molesta que me digan Brujo. El todo es que no me llamen tarde a almorzar”.
Lleva 40 años con su venta de plantas medicinales en el centro de la plaza. Adelante del puesto —un monte espeso hecho de manojos de hierbas y flores y tallos y raíces liados con cabuyas— hay una olla con bebida de níspero, anamú, eneldo e hinojo.
“Es excelente remedio para la próstata y los riñones”, dice. Regala un vaso a quien lo quiera. Es lo primero que hace después de abrir la tienda botánica La Santísima Trinidad: poner a hervir esa bebida, que ya es tradición.
“Una de las fundadoras de la plaza fue mi difunta madre. Se llamaba Ana Francisca Yepes. Ella tenía su puestecito de plantas en la mitad del sótano. Yo la acompañaba. Recuerdo que allá, en el sótano, había un calabozo y el celador lo metía a uno en él cuando molestaba mucho.
”Ella contaba que lo que hoy es la plaza, era una casa llena de arbustos, los puestos de venta eran pocos y estaban afuera de la casa. Mi abuelo le traía gallinas y huevos de la finquita, para que vendiera”.
La casa de la que le hablaba su madre era propiedad de Rafael Flórez. En ella funcionaba un orfelinato, que él hizo desocupar y tumbar, para donar el lote a la Placita. El apellido de Rafael está hoy en el nombre de la plaza.
Ana Francisca comenzó a ir al mercado desde los doce años acompañando a su padre, dueño del puesto de hierbas. Solamente se ausentó de allí en 1953, cuando Empresas Varias de Medellín construyó la Plaza. Al igual que otros vendedores, se ubicó mientras tanto en la de Guayaquil.
De once hermanos, Álvaro tiene cuatro que aprendieron los secretos botánicos de su madre. En medio de sus plantas, el Brujo explica que existen algunas venenosas y un vendedor responsable no puede permitir que un cliente beba su esencia. La ruda, el chamico o estramonio —llamada también planta del diablo—, el borrachero... Pero las recomienda para los baños...
“Y cuando una persona está enyerbada”, o sea cuando le han dado un bebedizo que trastorna su salud o su voluntad, especialmente para que sea sumiso en el amor, “le recomiendo unos baños de flor de hortensia en agua bendita; es lo mejor”.
Nueva y feliz
Hace cinco años, Blanca no sabía de flores y, menos aun, hacer arreglos florales.
¿Cómo llegó a parar a una plaza reconocida por ambas cosas, a dedicarse precisamente en ellas, en un negocio llamado Pétalos de Amor?
Ella es una mujer nacida en Ansermanuevo, Valle del Cauca, que trabaja divertida. “Cómo no voy a estar contenta, si me gusta lo que hago”.
La primera vez que llegó a trabajar, la patrona le dijo: “estos son agapantos; estos otros, lirios; los de más alla, claveles; mire, en ese balde, los tulipanes y, en este, otro, los gladiolos”. Tan rápido todo aquello que Blanca no tuvo tiempo de procesar la información.
La patrona se fue y la dejó sola. Al momento, un cliente llegó para encargarle un arreglo floral. Por más que ella intentó convencerlo de que no sabía cómo hacerlo, él insistió en que deseaba que fuera ella quien lo elaborara.
Comenzó a clavar tallos en el oasis, sin seguridad. Pero pronto, se dijo interiormente:
“Sé bordar y calar mejor que nadie, y hacer un ramo es algo parecido. No se bordan o calan las flores en una tela; se incrustan flores de verdad en un oasis”. Lo que requería, sin duda, era tener sentido estético y, gracias a esas artesanías tradicionales de su municipio, lo tenía. Si bien el sujeto aquel tuvo paciencia para esperar dos horas, salió satisfecho.
Desde entonces, disfruta tanto su actividad, que no siente pereza en llegar cada día a las tres de la madrugada a la Plaza, a comprar las flores, ni en quedarse hasta las seis de la tarde, después del cierre.
Ahora que lo menciona, la plaza tiene vida día y noche. Desde la una de la madrugada se establecen vendedores de flores en el parquedero de la carrera Giraldo, y de hortalizas y frutas, en el de la carrera 40.
Por más de doce horas cada día, hay hombres y mujeres que van y vienen, hablan, regatean y trabajan. Negocian con carnes, verduras, flores, artesanías, carbón y hojas de bijao. Hay quienes llegan a la peluquería para cambiar su estilo, van a la remontadora de calzado La Placita para poner lenguas nuevas a su calzado en el lugar de las gastadas, o entran al consultorio odontológico para remplazar las ennegrecidas calzas de los dientes de su boca.
340
locales y 150 comerciantes integran la Plaza, dice Jorge A. Franco, el administrador.