Cuando alguna vez le preguntaron si los jóvenes deberían leer novelas, Henry James respondió que aquello sería nocivo para las mismas. Sin duda una exageración deliberada, con el fin de subrayar la seriedad al momento de abordar no solo esa, sino cualquier manifestación de la literatura. Hoy en día la pregunta parecería fuera de lugar, pero debe tenerse en cuenta que en aquel momento existía la idea generalizada de que la finalidad de la novela era la de divertir, entretener. Grandes figuras como Charles Dickens, Wilkie Collins, Anthony Throllope y el mismo Henry James, publicaban sus libros en forma seriada en revistas, recurso que dejaba a los lectores en suspenso hasta la próxima entrega.
Pese a haber nacido en Nueva York en 1843, a ser hermano de William James, uno de los más influyentes filósofos norteamericanos, muchos lectores piensan que James es un autor inglés. Esto se debe a que se trasladó muy joven a Europa. Vivió primero en París, luego en Londres. Pasados unos años recibió la ciudadanía inglesa. En Londres escribió Los bostonianos, La Musa trágica, El retrato de una dama, El americano. Más adelante eligió el ambiente rural de Sussex para instalarse allí de manera permanente. Durante su residencia en la campiña inglesa publicó, entre otras, Las alas de la paloma, y esa desconcertante novela corta, Una vuelta de tuerca.
Desde el inicio de su carrera literaria, sujetó las novelas a un cuidadoso plan preliminar. El rigor es una de sus características más notorias, a diferencia de otros escritores de entonces, como la intuitiva Edith Wharton, por ejemplo. En El arte de la ficción, James deja en claro lo que para él significaba el hecho de escribir literatura, su manera rigurosa de ajustar el trabajo a un método ordenado, racional. Disciplina que no solo debía ejercer el narrador sino también el lector superando la idea de la lectura como simple entretenimiento, como pasatiempo intelectual, dado que el significado no se encuentra en el asunto, sino en la calidad, elemental principio, aplicable a todas las formas del arte. En ese orden de ideas, la ejecución es el elemento primordial en las novelas de Henry James, quien aseguraba que el triunfo, o el fracaso de un escritor, se debía a la manera de ejecutar el trabajo. Debido a esta implacable aproximación a la escritura, fue tildado injustamente de escritor denso, aburrido, lento, incluso, de hacer perder el tiempo a sus lectores. Nada más alejado de la realidad, puesto que sus elaboradas y rigurosas novelas, que despiertan una intensa emoción estética, se leen también con el ansia de quien tiene en las manos un thriller.
Es innegable que las novelas de Henry James están destinadas al lector adulto, cultivado, con una mentalidad abierta para valorar el complejo proceso de crecimiento interior de sus protagonistas. En muchos casos éstos pasan de la juventud a la edad adulta y, al hacerlo, pierden la visión inocente y soñadora de la vida. Se estrellan contra realidades demoledoras, lo cual los lleva a demostrar una gran presencia de ánimo. Tal es el caso de Elisabeth Archer, heroína del Retrato de una dama, joven, cultivada, bella, cualidades que no la conducen a la felicidad pues en lugar del amor, encontró en el matrimonio cinismo, interés, el dolor de saberse utilizada. Algo semejante ocurre con el protagonista de otra de sus mejores creaciones, Christopher Newman, el transparente Americano, humillado por la soberbia de una familia francesa que se vanagloriaba de tener mil años de antigüedad frente a un hombre nuevo, sin posibilidades (ni interés), de trazar un árbol genealógico, carente de antepasados que hubieran participado en las cruzadas, o figuraran en los libros de historia.
Es inexplicable que Henry James no hubiera sido popular en su tiempo. Jamás recibió del público el grado de reconocimiento esperado, el mismo que se entregaba a otros escritores de menor valía, así Harvard y Oxford le otorgaran galardones. Fue un escritor incomprendido, subvalorado, algo sin duda más lamentable para quienes se privaron de leerlo, que para él mismo. Se le hacían reproches absurdos, como el que sus novelas estuvieran ambientadas en Europa, además de su interés en temas como el matrimonio, o el desafío permanente que la vida ofrece a las mujeres. Incluso los críticos se ensañaron con su orientación homosexual, supuesto impedimento para escribir bien.
Una de sus mejores novelas, centrada en el contraste antagónico entre dos mundos, es precisamente El americano. Escrita cuando ya James vivía en Europa, cuenta con una elaborada trama llena de suspenso y emoción, unida al presentimiento del catastrófico final. La novela narra la llegada a París de un joven norteamericano, multimillonario, crédulo, con una profunda capacidad de amar, cualidad, o defecto, que lo lleva a la perdición. Christopher Newman decide pasar unos años en el viejo continente con el fin de cultivarse, conocer otra forma de vida, entrar en contacto con personas diferentes a las que hasta el momento poblaran su mundo, aprender otro idioma. Poseedor de una saludable confianza en sí mismo, se pasea seguro de sus méritos por las calles de París, pretende entrar a sus salones. Es un hombre de figura atlética, tiene buenos modales, carece de dobleces. Ha construido una fortuna a partir de la nada, experimenta la satisfacción de quien pudo hacer las cosas por sí mismo. Algo contrario al atávico orgullo, a la intolerante arrogancia de la aristocracia francesa, tal como comprenderá después de conocer a la condesa de Cintre, una hermosa viuda, hija de una familia cuyo linaje se remonta hasta la Edad Media.
A partir de allí, la novela se desarrolla de manera emotiva y racional a la vez, en un admirable juego de contrastes. La composición, más propia de una novela del siglo diecinueve, es al mismo tiempo mesurada, concisa. Cada elemento está en su lugar, cada giro en la cadena de acontecimientos tiene una razón de ser. La disparidad entre el cándido americano que anhela una esposa de elevadas cualidades, algo que parece poseer Claire de Cintre, y los aristocráticos parientes que lo miran de arriba abajo con irónico desprecio por ser “una persona manufacturera”, cuando lo correcto en la vida es no hacer nada, salvo regodearse en el orgullo, se acentúa. Las diferencias se muestran irreconciliables a medida que el relato avanza. Los falsos buenos modales de la familia parisina son un débil barniz que apenas oculta la carencia de sentimientos, la falta de solidaridad aún entre ellos mismos. Lo único que cuenta para este grupo de personas que habita entre las sombras de un polvoriento palacio, contando cada centavo pues la indolencia los ha llevado a ese punto común entre los de su clase, es el brillo del apellido, fuente del lugar privilegiado entre la vieja aristocracia parisina, tan falta de corazón como ellos. Poseen además un arma a la cual creen tener derecho: la falta de escrúpulos para alejar de su medio a quien consideran una vergüenza precisamente por sus virtudes, por sus triunfos, por la manera desprevenida de mirar la vida. Ante la puerta de la familia de Claire de Cintre, el joven americano construye su propia ruina, víctima inocente de unos manejos que ni siquiera imagina.
Henry James es uno de esos escritores que se complacen en darle vueltas a un tema, en analizarlo en sus últimos pormenores, en la utilización de un complejo lenguaje, algo que se acentúa en sus últimas novelas, todas ellas con una manera hermética de nombrar, de labrar un asunto, un personaje, una situación. Sin embargo, tal cosa no ocurre en El americano, una novela aguda, ágil, donde cada escena tiene una razón de ser, cada diálogo viene a aclarar, o por el contrario a embrollar la situación del protagonista, cada personaje se exalta a sí mismo como héroe, o se revela en su mezquindad, caso frecuente entre los familiares de la hermosa madame de Cintre.
El americano, que bien podría ser una interesante primera aproximación a la obra de James, es así mismo un cuidadoso estudio de las diferencias culturales, sicológicas y morales entre europeos y norteamericanos, entre dos maneras de mirar la vida. Con frecuencia irreconciliables, como lo demuestra la historia de amor de Christopher Newman y Clarie de Cintre, quienes podrían haber sido felices de haber estado lejos esa circunstancia que los divide, apartados del desmesurado, ciego orgullo de una familia que no duda en hacer añicos sus aspiraciones, sometiendo de paso al osado pretendiente a la más dolorosa humillación pública.
Basta leer El americano para apreciar la poderosa fuerza narrativa de uno de los más grandes novelistas de todos los tiempos. Un escritor dedicado exclusivamente a su trabajo, tanto así, que durante medio siglo no dejó de publicar novelas y ensayos. Comparable en su hondura, si bien no en sus temas, a Dostoievski, con una enorme capacidad de despertar inquietudes utilizando como recurso situaciones en apariencia corrientes.