En La historia interminable, Michel Ende dice que la mayoría de los escritores no cuentan que sus héroes van al baño; el suyo, Bastián Baltasar Bux sí lo hace. Si se extraña de eso, qué decir de que muchos autores olvidan mencionar que sus personajes comen.
¿El motivo? Tal vez crueldad o simplemente porque creen que los asuntos de la carne (los mundanos, y también los de la carne guisada, las verduras y los postres) les resultan intrascendentes. Se aprovechan de que esos seres que pueblan sus creaciones están hechos de tinta y papel y, supuestamente, no necesitan comer para vivir.
Es muy mentado el desayuno del Ulises, de Joyce, ese 16 de junio de 1904: “El señor Leopold Bloom comía con deleite los órganos interiores de bestias y aves. Le gustaba la sopa espesa de menudillos, las mollejas, de sabor a nuez, el corazón relleno asado, las tajadas de hígado rebozadas con migas de corteza, las huevas de bacalao fritas. Sobre todo, le gustaban los riñones de cordero a la parrilla, que daban a su paladar un sutil sabor de orina levemente olorosa”.
Hay novelas en las que la comida ha sido fundamental. He aquí algunas de ellas.