“Mi papá le insistía tanto a Tomás Carrasquilla que escribiera La marquesa de Yolombó, hasta que por fin la escribió y se la dedicó en gratitud a esa misma insistencia”.
Constanza Mejía Arango, quien fuera profesora de idiomas durante años, es una de las descendientes de Tomás Carrasquilla que se hizo presente en la ceremonia de inauguración de la casa museo destinada a difundir la memoria de este escritor. Había un sol húmedo casi al mediodía en el Parque de Santo Domingo y como tenía quien lo cargara, se ponía muy pesado. Ella, buscando una sombra para poder hablar, pasó por un lado de la Fuente de los Perros, la graciosa escultura negra en la que varios canes intentan escalar la piedra que despide los chorros de agua, concebida en 1891 por Francisco de Paula Rendón, amigo del autor de Grandeza, y esculpida por Hugo Alberto García. Fue a sentarse en la jardinera de un pino nada frondoso que prodigaba una sombra cicatera.
Contó que su papá era Pepe Mexía, uno de los 13 integrantes del grupo de los Panidas, junto a León de Greiff, Fernando González, Ricardo Rendón y otros intelectuales. Ciro Mendía, sin ser del grupo, también acudía a estas reuniones. Tomás Carrasquilla les contaba historias de los mineros y de Bárbara Caballero, la marquesa, en tertulias que se hacían en cafés de Medellín, como La Bastilla.
“Mi papá le decía entonces que por qué no escribía esa novela y el escritor siempre le respondía: «Tengo la idea... pero no ha cuajado...”. Hasta que un día le cuajó y se la dedicó a mi papá, que era dibujante y arquitecto”:
A José Félix Mejía Arango. Pepe: Te dedico este mamotreto, ya que tanto me has empujado para que lo escriba.
A ti, caricaturista y dibujante de tan subido modernismo y partidario de los figurones estilizados y contrahechos, que hoy privan en las pinturas decorativas, no deben disgustarte del todo los mamarrachos tan acentuados y los fondos tan escandalosos, que saco en estos cronicones. Puede que no te fastidie, tampoco, la manera ordinaria y tosca de que me he valido, en esta vez más que en otras.
En todo caso, ahí te va esto, con la estimación de tu tío y amigo.
Constanza contó también que en su casa solían decir que Tomasito —siempre le decían así, en diminutivo—, en los últimos años, fue una persona caprichosa. Pero cómo no iba a hacerlo, reflexionó ella, si le cortaron una pierna, era ciego y siempre fue un solterón contemplado. Las sobrinas le ayudaban, escribiendo lo que él les dictaba. Vivía en una casa quinta de la calle Bolivia.
“Yo nací en 1942. De modo que no me tocó conocerlo”. Él murió el 19 de diciembre de 1940, a la edad de 82 años. “Lo que sí recuerdo bien es a Kurt Levy, el estudioso de la obra de Carrasquilla. Lo invitamos a una charla en la casa. Él visitaba a mi papá. Me parece verlo almorzando y hablando en el comedor. “¿Usted sabe que él encontró un librito de Carrasquilla en una universidad de Toronto y se enloqueció por estudiar ese vocabulario? Viajó a Medellín, se dirigió a la Gobernación o a la Cámara de Comercio indagando con quién podía hablar sobre el autor. Y llegó adonde mi papá”.
De pronto, al ver a una pareja que pasaba caminando hacia el auditorio formado en pleno parque y cubierto con una carpa, donde estaban los otros parientes de Carrasquilla, Constanza exclamó:
“¡Llegaron!”. Eran Adolfo Arango y su esposa María Cristina Uribe. Él, sobrino-nieto de del escritor, se encargó de las ediciones de este en la Editorial Bedout.
La felicidad
Numerosos dominicanos acudieron a la ceremonia. Algunas alumnas de colegios en uniforme —pocas, porque el viernes 30 de octubre, las labores académicas no se interrumpieron en Santo Domingo—. Se veían pasar personas vistiendo una camiseta negra con la figura de Carrasquilla por delante, dibujada por Elkin Obregón, y una frase del dominicano más célebre de todos los tiempos estampada por detrás:
La felicidad, por más que no lo creamos, no está afuera: está dentro de nosotros mismos; está en el alma, sensorio o como se llame.
El escenario estaba dispuesto cerca del atrio del templo principal y de la Notaría única, donde reposan tantos documentos de negocios que se cerraban en la época de Carrasquilla con su firma, pues era muy buscado para hacer de testigo.
En el otro extremo, la casa museo permanecía cerrada, muy blanca y con el entejado muy rojo y parejo. Primero, los discursos y los himnos se escucharían en este sector; luego, todos podrían entrar a ver la casa.
Algunos personajes de los cuentos, representados por actores del pueblo, andaban por ahí. Peralta, Peraltona, el Diablo, Frutos, una bruja, Simón el mago... El vestuario fue donado por la producción de Laura, la santa colombiana, el seriado de televisión.
En algunos corrillos recordaron a Héctor Rojas, un impulsor de la casa museo, que se murió hace dos meses de la forma más tonta, comentaban. Él venía enfermo, sí, y le dio por lavar un baño con ácido muriático, sin protegerse la nariz ni la boca. Tal inhalación le afectó los pulmones, que ya venían débiles. Viajó a Medellín para un tratamiento. Volvió un poco mejor, pero a los días, póngale unos quince o veinte, murió. Trabajó mucho por no dejar morir la idea de la casa museo, y por conseguir elementos para dotarla.
En los actos de protocolo, el locutor empezó diciendo que la grandeza de Santo Domingo comenzó el 12 de enero de 1778, con su fundación, y cedió el micrófono a la primera dama, Eliana Jaramillo Rodríguez, quien le rindió homenaje al líder mencionado hacía unos minutos por los vecinos de Santo Domingo, Héctor Alonso Rojas Cortez, quien iba a ser el director de la casa museo. Mientras tanto, liberaron mariposas que se dispersaron con ese vuelo suyo en zigzag, que delata que no saben para dónde van, pero no importa.
En el escenario se proyectaban imágenes del escritor. Una de ellas con el filósofo Fernando González.
Más de una hora de discursos. Entre estos, el del alcalde, Fabio Ignacio Mira Valencia, en el que hizo memoria de casi diez años de esfuerzos para llegar a este momento y de más de mil millones de pesos para lograr ese sueño.
Y contó que desde el principio de su alcaldía se acercó a los familiares de Tomás Carrasquilla para invitarlos a vincularse con la donación de muebles y documentos para dotar la casa. Al principio, Adolfo Arango no parecía creerle mucho que la casa museo fuera a ser realidad, y le dijo que, por supuesto, él donaría algunos elementos, cuando estuviera terminada. Pasaron casi cuatro años cuando volvieron a encontrarse. Los parientes de Carrasquilla dijeron que entregarían los objetos del autor en comodato. Adolfo, en cambio, dijo: “no, yo los doy todos, y sin comodato”.
Las palabras de Adolfo Arango fueron leídas por su hija, Ana Cristina. Manifestó alegría por la apertura de la casa donde Tomás Carrasquilla pasó la infancia y parte de la juventud, la cual era propiedad de su abuelo Juan Bautista Naranjo.
Y dio datos de la vida y la obra del escritor, como el informe escolar que señalaba: “la lectura constante de novelas perjudicó bastante a este alumno”. Que se dedicó por años a la sastrería. Fundó la Biblioteca del Tercer Piso en compañía de Francisco de Paula Rendón y otros paisanos, con el aporte de 1 centavo mensual de cada uno de los socios.
Recordó que escribió Simón el mago para ingresar al Casino Literario, un grupo que dirigía Carlos E. Restrepo, en Medellín. En el Casino Literario discutían si en Antioquia había material novelable. Instado por el director, preparó una novela titulada Jamones y solomos, que después llamó Frutos de mi tierra, la cual publicó el 18 de enero de 1896, en Bogotá.
“A comienzos de 190o llegaron a vivir a la calle Bolivia”. Y por dificultades económicas le tocó dejar de hacer lo que más gustaba, holgazanear, y debió ponerse a trabajar. Se vinculó a la mina San Andrés, cercana a Sonsón, y, poco después, en 1914, se fue a Bogotá para emplearse en el Ministerio de Obras Públicas. “No le gustaba Bogotá”, según las cartas que enviaba a la familia.
En 1926 regresó a Medellín y volvió a vivir en la casa de Bolivia, que también era suya. Escribió para El Espectador.
En 1936 enfermó de ciática. No volvió a caminar. Debió mantenerse sentado en una silla de ruedas. Llamaba a los sobrinos y las sobrinas para que comenzaran la charla, en la que pronto él resultaba contando historias, aunque a veces lo invadía la depresión y poco hablaba. También se sentaba en una mecedora de esterilla, con un gorro bordado, a fumar cigarrillos Dandy o 108, en tal cantidad que le tenían los dedos manchados. Fue hasta el final de sus días centro de tertulias y dueño de gran originalidad para abordar temas filosóficos, literarios y familiares.
Cosa curiosa, contó Adolfo en su discurso: Tomás Carrasquilla se oponía a las inclinaciones literarias de sus parientes —Isabel, su sobrina, escribía crónicas de viajes—, porque consideraba esta actividad como “una chifladura”. Además, para evitar que se dejaran arrastrar de la bohemia, en la que él se sumergió por años. En cambio, no vacilaba en empujarlos a la industria: Fundaron Argos en los años treinta.
“Solo falta la presencia física de don Tomás, pero es probable que esté enterándose de todo esto sentado en la diestra de Dios Padre”, puntualizó el sobrino-nieto del escritor.
Abran, pues, la casa
Por fin, “a lo que vinimos”, como dijo uno de los personajes femeninos del célebre escritor, cuando tomó el micrófono: “vamos a visitar la casa museo Tomás Carrasquilla”.
Atravesamos el parque en diagonal para llegar al cruce de la calle 13 con la carrera 15, Bolívar con Girardot. Y el caserón que desde 1960 hasta 2008 fue de Celina Echeverri y Gonzalo Castro, tiempo en el cual lo ocuparon en negocios, entre ellos una cacharrería y un taller de alhajas, volvió a ser la vivienda del autor de Salve Regina. Fachadas muy blancas; ventanales y puertas de un verde aguamarina mate. Sobre la puerta, marcada con la nomenclatura 14-44, un aviso en letras metálicas doradas: «Casa Museo Tomás Carrasquilla».
La llave de hierro antigua todavía funciona. Marcada con las iniciales del abuelo de Carrasquilla, el dueño original de la vivienda, JBN, alterna su labor con una llave moderna.
Después de la recepción, dotada con escritorio y un escaparate con recuerdos e imágenes del escritor, como jarros, camisetas y retablos, está la habitación de Tomás. Le gustaba la primera, se oyó decir quién sabe a quien, para enterarse de todos los chismes. Está decorada con un retrato al óleo de Tomás, del pintor Isao Sasaki, 1932; cuadros religiosos alrededor de una cama sencilla: uno de la Virgen del Perpetuo Socorro y, en la cabecera, uno del Corazón de Jesús.
Tiene nochero con lámpara y fotos de chicas vestidas para la primera comunión, ¿sus sobrinas?, y un escaparate. Completan la decoración un espejo ovalado y retratos de dos mujeres.
Sin tener que salir al corredor, también puede pasarse a la Biblioteca del Tercer piso. Presidida por un gran retrato al óleo de Francisco de Paula Rendón, en varios estantes contiene numerosos libros organizados por temas por el profesor Nicolás Naranjo. Volúmenes de Religión, como Iglesia y Estado, de J.P Restrepo; el Año Cristiano; el Diccionario de Ciencias Eclesiásticas; Ciencias; Geografía; Literatura. Hasta un volumen de Panadería, Pastelería y confitería se ve en esa colección. “Lo que hay aquí es la tercera parte de lo que existió en el siglo XIX”, dijo el organizador, con un libro de La guerra y la paz de 1889 en la mano. Le contó a la director de Cultura y Patrimonio de Antioquia, Adriana Milena Zafra, que hace poco tiempo se robaron un tomo de esta novela de León Tolstoi. Él lo halló en una librería de Medellín, lo reconoció, lo compró y lo trajo de nuevo a Santo Domingo. “Se están robando el patrimonio”, lamentó. Y le solicitó que desde el Instituto que dirige asigne presupuesto para instalar cámaras de vigilancia en la casa museo.
En la calle, un hombre pasó repartiendo volantes con un poema impreso del profesor Néstor Sierra García: Oda a Santo Domingo:
Recuerdos de mañanas muy perfumadas,/ de cantos de sinsontes en tono ardiente,/ propicios de tierras en bella vertiente/ entre Nare y las montañas empinadas.
Hay alegría en el pueblo de las tres efes. La casa de Tomás Carrasquilla era una de las más descuidadas; hoy es la más bella, como tiene que ser.