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Un triunfo para la misión, pero una derrota para el infiltrado

Un militar pasó media vida encubierto en las Farc, hasta que lo descubrieron y lo pagó caro.

  • El 22 de septiembre de 2010 fue dado de baja Víctor Suárez, alias “Mono Jojoy”, durante un bombardeo a su campamento en La Macarena, Meta. FOTO: archivo.
    El 22 de septiembre de 2010 fue dado de baja Víctor Suárez, alias “Mono Jojoy”, durante un bombardeo a su campamento en La Macarena, Meta. FOTO: archivo.

Cuando un servidor público actúa como agente encubierto, sabe que en juego hay mucho más que el éxito de una misión.

Entre las historias de hoy, con las que terminamos el especial sobre Los Infiltrados en el Hampa, un militar quedó lisiado tras estar 12 años en filas enemigas. “No siempre el Estado recompensa a esos agentes. La norma no da mérito a su trabajo y al retirarse tienen una pensión igual a cualquier otro”, cuenta el experto en seguridad, coronel (r) John Marulanda.

Lea aquí: Otras dos historias de los agentes que se infiltraron en el crimen

Concluye que “la inteligencia técnica tiene gran desarrollo, pero grupos irregulares, como guerrillas o el Estado Islámico, se blindan usando sistemas antiguos de comunicación, cartas, mensajeros. En cambio no siempre logran detectar el trabajo de la inteligencia humana”

EL CAPITÁN QUE SE GANÓ LA CONFIANZA DE UN JEFE DE LAS FARC

El 13 de mayo de 1996, Mejía*, un capitán experto en infiltrarse en las guerrillas, recibió la orden que temió por más de seis meses: debería internarse en las selvas del Meta para buscar a quien en ese entonces se perfilaba como uno de los comandantes más temidos de las Farc: Víctor Suárez, alias “Mono Jojoy”.

Mejía, acostumbrado lidiar con guerrilleros rasos, no sabía cómo llegar hasta el mismo corazón de El Borugo, una localidad en el Meta que le sirvió de fortín al comandante del Bloque Oriental, y donde más tarde se instalarían las jaulas en las que mantuvieron a los soldados y policías secuestrados, imágenes que le dieron la vuelta al mundo y mostraron el lado más inhumano de “Jojoy”.

“Ese día me fui a la casa pensando en cómo llegar. ¿Qué propuesta llevarles a mis comandantes al otro día para comenzar la infiltración? Me sentí abrumado”, recuerda el capitán.

Esa noche se hizo eterna pensando en la misión. El sueño le venció a las 3:30 a.m. y sintió que el mundo se le desvanecía. Atrás quedaría su familia por un trabajo del que no sabía si podía regresar.

Un vendedor de cachivaches

El 13 de agosto de 1996 en el parque de La Macarena, Meta, una carretilla recorrió las calles empolvadas de ese municipio enclavado entre el verdor de la selva oriental colombiana. Eran las dos de la tarde y a través de un megáfono, una voz paisa ofrecía toda clase de cachivaches: “lleve las chanclas, compre el jabón, ollas para el aceite...”.

Llegó vestido a lo “camaján”. “Me acuerdo que me puse una camisa blanca guayabera, unos pantalones cafés y mocasines. Ese día en la tienda les hablé de cómo hacer durar más las baterías para los radios”, relata.

Se los ganó con ese cuento, y con otros trucos de mecánica aprendida en el Ejército. Nadie entendía cómo en ese pueblo hundido en el abandono estatal, en el que se llegaba por avión en viajes una vez a la semana, un antioqueño fuera a venderles objetos que conseguían a la vuelta de la esquina. Le montaron guardia. La guerrilla le vigiló cada paso de su cacharro.

“Comencé a ver que me seguían y cuestionaban que porqué vendía cosas que ellos tenían en ese pueblo alejado de todo, entonces le di más realismo a mi trabajo, comencé a vender tenis y ropa que conseguía en Medellín y me llegaba por encomienda con el avión cada dos semanas a La Macarena”.

Cuenta el capitán Mejía que el negocio creció tanto, que hasta los guerrilleros salían de los campamentos a comprar medias, ropa interior, pantalones y camisas para salir de vez en cuando a tomar traguitos a las pocas cantinas que existían en el lugar.

“Fue lo mejor que me sucedió, porque así pude identificar quién era guerrillero y quién no. Los veía con las camisas de cuadros que yo les vendí en muchas ocasiones. Y de esa forma pude viajar hasta el campamento del ‘Mono Jojoy’”.

“Lo puse a estrenar camisa”

Cuatro meses después de llegar a La Macarena, el capitán reveló su nombre de infiltrado. Se lo dijo a un guerrillero que fue a buscarlo porque llevaba una razón especial. Su comandante “Mono Jojoy” quería que “el paisa vende camisas” le llevara una en especial.

— “¿Y cómo es que tú te llamas?”.

— “Iván Darío Pinzón”, le respondió el militar al insurgente.

— “La cédula”, replicó el guerrillero.

— “Acá está”, dijo el capitán.

Verificado su número de identidad, el subversivo le soltó la perla que esperó por cuatro meses:

— “El Mono quiere dos camisetas, una para el 24 y otra para el 31. Y una botella de wisky y dos pollos. Que si usted se los puede conseguir”, preguntó.

— “Yo le traigo lo que sea”.

Y así fue. Viajó a Bogotá con la misión de traer lo que pidió el comandante del Bloque Oriental. Antes del viaje, el capitán solicitó hablar con el jefe guerrillero para saber qué quería exactamente.

“Me llevaron a su campamento. Estaba gordo y enfermo. Pidió una camisa de cuadros y una camiseta blanca”. Este viaje fue el primer contacto con sus superiores en cuatro meses de ausencia. De allí en adelante, la estrategia cambiaría para llegar al “Mono Jojoy”.

Le sirvió de enfermero

El capitán Mejía regresó con todo lo que pidió “Jojoy”. Se hospedó en un hotel de La Macarena, cuya dueña le cocía platos diferentes al “Mono”. —Ese man le mandaba a hacer en una semana hasta 200 tamales que luego repartía en la población—, cuenta.

Con la entrada plena al campamento, Mejía se ganó la confianza del comandante. Le cuidó su diabetes, le aplicaba la insulina que conseguía en Villavicencio y le llevaba wiski cada que se emborrachaba añorando su tierra natal: Chaparral, Tolima.

Mejía, con la excusa de traerle encargos a “Jojoy”, salía a la población más cercana, y de un teléfono público daba información a sus superiores. Así fue como se enteraron que este comandante era buena gente con los guerrilleros rasos, que estudiaba todos los días hasta las 12 de la noche, se levantaba a las 5:00 a.m., se tomaba un café y enviaba correos al Secretariado de las Farc.

“Me gané tanto su confianza que incluso le revisaba todo lo que le llegaba y le administré una de sus fincas en la zona de distensión en las conversaciones con el gobierno de Andrés Pastrana”.

Entre 1996 y 2008, el capitán Mejía entregó información a las Fuerzas Militares que ayudó a cerrar el cerco sobre “el Mono Jojoy”. Fue su cocinero, asesor, enfermero y catador de tragos.

“Vi muchas cosas en esos 12 años infiltrado. Lo que más me dolió fue ver caer a mis compañeros y después ver a muchos en esas rejas. Algunas veces quise irme, pero pensaba en que lo hacía por ellos y desistía de la idea”, recuerda Mejía.

Se enfrentó a la muerte

“Quieto hijueputa o se muere. Yo sí sabía que era un sapo”, le dijo el guerrillero “Oswaldo” cuando el capitán Mejía daba un reporte sobre el “Mono Jojoy”, el 22 de junio de 2008. Les daba las coordenadas para un primer operativo.

Lo venían siguiendo hacía un mes y lo descubrieron cuando pidió permiso para ir a pedir unas botas para el jefe subversivo, y lo que hizo fue ir a llamar. Al verse descubierto, el capitán Mejía se tiró a correr por una montaña y fue despedido con un reguero de balas. Herido se tiró al río Guayabero hasta que sintió desvanecer su vida. Fue rescatado por una patrulla del Ejército que lo llevó a la base y de allí fue trasladado al Hospital Militar. Hoy el capitán Mejía pasa sus días en una silla de ruedas. Perdió la movilidad de sus piernas, pero siente que valió la pena dar todo por la patria que lo vio nacer.

*Nombre cambiado por seguridad.

PERDIÓ SU HOGAR POR DESMANTELAR UNA RED DE NARCOS

Por su trabajo de 12 años, en el que se infiltró varias veces en la mafia como negociador de armas y drogas, el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) eligió al detective Gabriel* para la misión.

El caso surgió de la Embajada de Australia, según la cual había una organización clandestina traficando cocaína desde Colombia hasta Oceanía. “Era la primera vez que escuchábamos de una narcorruta a ese destino”, recordó uno de los agentes que conoció la operación.

Por petición de la Policía Federal Australiana (AFP), Gabriel debía actuar como agente encubierto para identificar a los integrantes de la red. Según consta en el Reporte Anual de Operaciones Controladas de la AFP (2010-11), en adelante lo denominaron “Undercover Operative 57189”.

Este fue el primer caso documentado en nuestro país, en el marco del nuevo Código Penal (Ley 906 de 2004), en el que un juez de control de garantías autorizó un procedimiento de este tipo.

Los australianos sabían que en el mercado negro había gente buscando estupefacientes en Bogotá para enviarlos a Melbourne, y esa era la oportunidad que debían aprovechar. Gabriel no tenía claro cuánto duraría la misión. En noviembre de 2006 se despidió de su esposa y sus dos hijos pequeños, y no volvió a su casa ni a su oficina.

Debía dejar atrás su vida cotidiana y transformarse en un comerciante de sanandrecito. “Una banda de extorsionistas era dueña de un local de ropa. Los presionamos para que nos entregaran ese espacio, a cambio de no capturarlos. En cuestiones de inteligencia, a veces hay que hacer tratos con bandidos”, indicó la fuente.

Gabriel posó como el nuevo dueño del negocio y tenía una vendedora a cargo, que ignoraba la trama de fondo. Para fortalecer su fachada, la embajada le arrendó un apartamento de lujo en la localidad de Usaquén y le entregó un Chevrolet Aveo, un automóvil que para ese momento era una novedad en Colombia.

Los detectives ubicaron al comisionista que buscaba la droga. Gabriel le dijo que estaba en capacidad de conseguirla de alta calidad y se acordó una reunión con este y el comprador en el apartamento de Usaquén. El DAS instaló cámaras y micrófonos en la sala, cocina y comedor, y en la calle del frente permanecía una camioneta VAN de inteligencia técnica, con la apariencia de una ambulancia, registrando cada movimiento.

Para su sorpresa, el comprador era un joven de apenas 24 años, quien llegó en un automóvil Bora y se hacía llamar “el Iguano”. “Era un pelao buena vida, ropa de marca, con cuerpo de gimnasio, 1.80 metros de estatura, despreocupado, de esos que madrugan a las diez de la mañana”.

Como prueba, le vendió un kilo de cocaína de alta pureza. El estupefaciente lo aportó la embajada, producto de un decomiso anterior. Viajaría en encomienda por vía aérea, así que Gabriel le entregó la mercancía en una caja de cartón, en cuya pared corrugada iba escondido un minúsculo dispositivo GPS. La droga partió del aeropuerto Eldorado e hizo escala en Chile, para luego llegar a Melbourne. De esta manera, el DAS y la AFP empezaron a descifrar la ruta.

A sus 35 años, el agente 57189 era un padre de familia abnegado, que iba a ciclovía con los niños, mercaba con la esposa y comía en caspete. Pero para entrar al círculo de confianza de “el Iguano”, debía aparentar el estilo de vida de un soltero playboy.

En el apartamento hubo al menos ocho fiestas, con mujeres y trago por doquier. También rumbas eternas en discotecas de moda, en las que tomaban whisky sin piedad, para que el mancebo aflojara la lengua.

En las mañanas, Gabriel iba al sanandrecito a recibir el balance de ventas, hacía pedidos y saludaba a los demás comerciantes con normalidad. En las tardes seguía la dramatización, almorzando con chicas despampanantes en restaurantes tan caros, que los agentes de apoyo que lo seguían a la sombra debían quedarse afuera, por falta de presupuesto.

En esa época, funcionarios públicos como Gabriel no ganaban más de $1’500.000 mensuales. Ahora, con una cuenta de gastos reservados alimentada por las arcas de la embajada, el agente podía fingir, al menos por un tiempo, que era un ricachón.

Ausencias que duelen

El teatro dio sus frutos. “El Iguano” empezó a tratarlo como amigo y lo invitó a ser accionista en las encomiendas. El detective aportaba dinero, con el que se compraba la droga en los Llanos Orientales. Así aprendió otra ruta de envíos por mar: Buenaventura-Tahití-Islas Cook-Australia. Y también supo el nombre real de su socio: Fabio Esneider Rodríguez Mora, dueño de locales en otro sanandrecito.

Los avances en el caso fueron a un alto precio en lo personal. Gabriel, durante ocho meses, no pudo visitar a su familia. Su equipo de apoyo, que lo vigilaba en cada desplazamiento, se percató que había hombres sospechosos que lo seguían en motos. Era claro que los narcos querían saber con quién estaban lidiando.

Cuando eso sucedía, el DAS coordinaba una falsa detención con la estación policial más cercana. Se pedía el favor a los patrulleros que lo detuvieran en la vía y, con el pretexto de verificar sus documentos, se lo llevaran al comando. En una de esas ocasiones, Gabriel les había prometido a sus hijos que iría a visitarlos, pero en el camino sus colegas detectaron la persecución y ordenaron su aprehensión y traslado a la estación de Suba.

La falta de sus seres queridos empezó a afectarle. Quería abrazarlos, estar con ellos. Una noche, borracho y en plena parranda con “el Iguano”, llamó por teléfono a su esposa. Anhelaba escuchar esa voz, pero su personaje lo traicionó y le dijo a su mujer el nombre de otra, desencadenando una fuerte discusión de pareja.

La misión concluyó en julio de 2007, cuando ya estaban identificados los comercializadores de la cocaína en Australia. Tal cual consta en los diarios de ese país, The Age y The Herald Sun, fue capturado “el Iguano” en Bogotá. En Melbourne cayeron su tío José Arturo Quiroga y los socios Carlos Torres Ortegón, Cenk Van y Paul Pavlou.

Gabriel volvió a casa, donde la herida de su ausencia ya no cerraba. Algunos compañeros intercedieron, hablaron con la esposa, mas no podían revelar en qué misión estuvo. Ella no les creía, “ustedes se tapan con la misma cobija”, replicaba. La historia terminó en divorcio.

A Gabriel le dieron una mención honorífica, en privado, en la Dirección del DAS en Bogotá. Después de sacrificar su hogar en la lucha contra el crimen, solo eso recibió.

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