En cada disparo se juegan la vida propia y la de sus compañeros. No es un oficio del que se vanaglorien, pero su trabajo es tan especializado, que en el país no más de 20 lo desempeñan. Cuatro de ellos están en el Valle de Aburrá y tienen en la mira a sus 350 combos.
- “Tirador, cada vez que usted dispara, ¿lo hace para matar?”.
- “No siempre, pero es un estigma que cargamos”, responde el patrullero Guillermo*, quien carga abraza un rifle Sig Sauer 3.000 de calibre .308.
Su rostro está embadurnado de pintura de camuflaje y viste un traje guillie, inventado hace tres siglos por los cazadores escoceses, que lo mimetiza con la maleza del monte.
Junto a él, ejecutando un ejercicio de acechar un objetivo en un bosque de Altos de Niquía (Bello), está el patrullero Juan*, su sombra, su protector, su hermano, porque un tirador no es un lobo solitario, sino un binomio. Uno es el observador, el otro dispara, igual que los leones cuando salen a cazar.
Ellos pertenecen al Comando de Operaciones Especiales (Copes), el grupo de asalto élite de la Policía colombiana. Su base está en Bogotá, pero el 22 de diciembre de 2013 el presidente Juan Manuel Santos, en un consejo de seguridad, ordenó el traslado de 20 unidades al Valle de Aburrá.
Por primera vez los combos que delinquen en la zona enfrentan un equipo altamente especializado. Son muy pocos, porque no cualquiera puede integrar esta selección.
“Como dice Sun Tsu en el ‘Arte de la Guerra’: es mejor pelear con 10 tigres que con 100 ovejas”, recita el mayor Byron*, comandante del escuadrón, al tiempo que fila a sus muchachos en el patio de la estación policial de Bello.
Con un orgullo que se le desborda por los ojos, el oficial los presenta uno a uno: “mire periodista, él es experto en asalto urbano, él en combate fluvial, este en explosivos con curso de enfermería, él es comando Jungla, este sabe Krav Magá (arte marcial militar de origen israelí), él es experto en abrir brechas, este en desminado, aquel maneja los dispositivos electrónicos y las armas de apoyo...”.
Todos esgrimen uniformes, arsenal y equipo de intendencia de última generación. La dotación de estos 20 hombres y tres camionetas, costó 2.000 millones de pesos, sin incluir salarios ni alimentación, según el mayor.
El secretario de Seguridad de Medellín, coronel (r) Sergio Vargas, dice que la Alcaldía puso $500 millones de ese monto. “La Administración Municipal valora mucho el trabajo del Copes. Ellos participan en casi todas las operaciones de captura y allanamiento contra el crimen organizado, por su alto nivel de entrenamiento y especialización”.
Desde 2014, el escuadrón ejecutó las misiones que mandaron a la cárcel a alias “Mayo” (banda de “Altavista”), “Pipe Rata” (“la Agonía”), “la Mona” (“las Convivir”) y “Ojón” (“los Camacoleros”), entre otros.
“El Copes nos da la tranquilidad de que la operación saldrá bien y reduciendo los riesgos”, opina el general José Acevedo, comandante de la Policía Metropolitana.
Los últimos en ser presentados por el mayor son los patrulleros Guillermo y Juan, dos de los cuatro tiradores que hay en el área metropolitana. No les gusta ser llamados “francotiradores”.
“Por los estatutos que nos rigen, y por derechos humanos, somos Tiradores de Alta Precisión (TAP). Los francotiradores son los que utilizan los grupos delincuenciales como asesinos”, explica Guillermo.
Cuestión de sicología
El binomio avanza sigiloso por los matorrales. De repente se quedan quietos y apuntan. El ojo empieza a dudar de su posición. ¿Dónde están? Desde el aire son invisibles, por el traje guillie, y en tierra el objetivo los percibe cuando ya es demasiado tarde.
Los tiradores hacen acercamientos profundos, son quienes se aproximan al enemigo a modo de avanzada, para recopilar información útil al resto de la patrulla, que aguarda a 500 metros o un kilómetro de distancia.
Es una técnica arriesgada que se aprende con repetición y mucho sacrificio. Guillermo relata que para ser Copes se debe aprobar un curso de 4 meses en el Centro Nacional de Entrenamiento y Operaciones Policiales (Cenop), en San Luis, Tolima.
Es un infierno de trabajo físico, presión sicológica, extenuantes jornadas cargando peso, explosivos, gases, saltos desde helicópteros, siendo llevados al límite por los instructores, en el que una de las pruebas finales implica no dormir durante tres días.
La tasa de deserción es altísima, en promedio se inscriben 80 y se gradúan 20. Solo quedan los más duros. Por eso en Colombia no hay más de 200 miembros del Copes activos, según el mayor Byron.
Guillermo es boyacense, hijo de una docente y un campesino, tiene 31 años y asegura que está felizmente casado. Es el primero y único policía de su familia.
“Un tirador tiene que ser exacto en su manera de pensar y actuar. Si uno falla, está en juego la vida de los compañeros y de las personas que uno está protegiendo en el momento”, señala.
No le pesa la mano para combatir una amenaza. Su récord de disparo es de 800 metros, aunque no se vanagloria. “Yo tengo una memoria selectiva muy corta, prefiero no acordarme de nada de mis procedimientos”.
La idea del posconflicto motiva a Guillermo a llenar su mente con mejores ideas que combatir con la fuerza. “Estamos ante un cambio inminente, esperamos que nos llegue la paz, por eso empecé a estudiar Sicología, voy en el segundo semestre, pensando en que me sirva para el trabajo con la comunidad”.
El lado duro de la ley
Juan, bogotano de 28 años, llegó a la Fuerza Pública por esos giros raros del destino. Cursaba el quinto semestre de Derecho en la Universidad Distrital, cuando le tocó resolver el trámite de la libreta militar.
No tenía dinero para pagarla de segunda categoría, así que entró a prestar el servicio en la Policía. Y portando el uniforme, representando el lado fuerte de la justicia que antes estudiaba en las aulas, se sintió pleno.
Se destacó en las prácticas de polígono y los superiores lo animaron a que se convirtiera en tirador. Puso ese ideal en su mira, aunque fue antes de llegar al Copes que tuvo su encuentro más cercano con la muerte.
En 2008 acompañaba a un grupo de erradicación manual de cultivos en La Macarena, Meta, y durante una caminata fueron emboscados por la guerrilla. Gritos, ráfagas, explosiones y, sobre la hierba, la sangre y la vida de su compañero, el patrullero Chacón.
No fue por venganza, pero tiempo después, ya siendo tirador profesional, quiso el azar que Juan regresara al Meta para hacer su disparo de mayor alcance en una operación. A 850 metros, en un paraje rural, cayó de bruces su enemigo.
Por estos días su profesión está de moda. La película “Francotirador”, del director Clint Eastwood, ha sido aclamada por el público y la crítica.
Narra la biografía del militar estadounidense Christopher Scott Kyle, apodado “la Leyenda” y “el Demonio de Ramadi”. Durante su servicio en la invasión de Irak, como tirador de los Navy Seals, el Pentágono le atribuyó 160 bajas confirmadas, con récord de distancia de 2.100 metros, convirtiéndose en el sniper más letal en las guerras de E.U.
Juan conoce bien esa historia, mas se resiste a mitificarla. Para él, lo más duro del trabajo es despedirse de la familia cuando surge el llamado a una misión. Ellos solo saben que es un policía común y nada más.
- “Nunca vamos con un pensamiento de matar, eso es algo erróneo que piensa la gente. Si desafortunadamente nos toca, lo hacemos, pero nuestra tarea va más allá, queremos prestar un buen servicio y proteger a los nuestros, porque somos una familia. Si hay que dar de baja a alguien, eso no nos da gloria”.
- “Tirador, ¿cuántos objetivos ha dado de baja?”, le pregunto.
- “¿No podemos cambiar esa pregunta?”.
- “¿Por qué?”.
- “Créame que quitarle la vida a una persona es algo que no se le puede inculcar a nadie. Pero cuando he disparado, no he podido corroborar si murió o no. Por lo general está lejos, hay viento, bruma...”.
- “Y cumpliendo su deber, ¿cuántos disparos ha hecho?”.
- “He disparado mucha munición”.
*Identidades reservadas.
2.000
millones de pesos costó la dotación para los 20 miembros del Copes enviados al Valle de Aburrá.