La justicia, que a veces cojea pero llega, y en otras ocasiones es rápida con sus sentencias, tardó 13 años en darse cuenta que el campesino Gilberto Torres Muñetón, no era guerrillero, y mucho menos “el Becerro”, jefe del frente 57 de las Farc, acusado de la masacre de Bojayá, Chocó, cometida en 2002.
En sus últimos días en la cárcel de Cómbita, en Boyacá, Gilberto se aferró, como un moribundo a la vida, al indulto temporal que concede la Justicia Especial para la Paz, JEP, la cual hasta ahora ha beneficiado a más de 1.100 militares y 1.658 guerrilleros, y que dio su boleto de salida el pasado 26 de octubre después de 4.708 días de encierro, señalado de forma equivocada.
Al cruzar el gran portón gris y azul, Gilberto exhaló un vaho frío que a las 4:00 a.m. le supo a libertad, y horas después, se sentó a comerse en Tunja una bandeja de pescado y carne, de esas que no se ven en prisión. “Hasta pensé que me haría daño”, recuerda.
Mientras comía, Gilberto recordó que el 13 de octubre de 2006 fue sentenciado a 37 años y seis meses de prisión, y a pagar una multa de 1.734 millones de pesos “al declararlo responsable a título de coautor de los delitos de homicidio en persona protegida, rebelión, utilización de métodos y medios de guerra ilícitos, actos de terrorismo, destrucción de lugares de culto”, como indican los cuadernos del Juzgado Segundo de Ejecución de Penas y Seguridad de Tunja (causa: 2005-00106-00); pero en esa misma mesa, y ya libre, sentenció que este episodio sería parte de su pasado.
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Mucho antes de dormir en celdas frías, de tener en una carpeta guardados los documentos y expedientes de su caso, ordenados con el juicio de un notario; mucho antes de que la Fiscalía presentara dos testigos que los señalaron como un temible jefe subversivo, Gilberto era un campesino con una parcela en el corregimiento El Aro, en Ituango.
En esta tierra enclavada entre montañas frías del norte de Antioquia, cuyos productos aún salen a lomo de mula y se tardan cuatro horas en llegar al puerto más cercano sobre el río Cauca, este labriego tenía cultivos de pancoger, algunas vacas y otros animales que le servían para su sustento.
En este territorio el frente 18 y el frente 36 de las Farc tenían su influencia, por eso a don Gilberto en algunas ocasiones le tocó “hacerles algunos favores” y como a muchos campesinos que viven en zona de orden público delicadas, tuvo una relación indirecta o de lo contrario podría ser asesinado o sacado de su terruño.
Los nexos de Gilberto con la guerrilla —agrega el abogado León Montes— se relacionan por el hecho de ser obligado a prestar las mulas para cargar las mercancías. “Dicen los testigos que él era un auxiliador de la guerrilla y que era guerrillero, pero él en ningún momento ha usado armas o ha estado camuflado, él es un campesino raso”.
Esa presencia guerrillera en El Aro fue el pretexto para que el 22 de octubre de 1997 cerca de 200 paramilitares, bajo el mando de Salvatore Mancuso se tomaron esta población, asesinaron a 17 labriegos, quemaron medio pueblo, se robaron 300 reses y desplazaron a 500 personas.
Pero a don Gilberto no le tocó esta barbarie. Días antes se fue a Medellín a buscar mejor fortuna para él, sus dos hijos y su esposa. Y fue feliz, hasta el 8 de diciembre de 2004 cuando fue capturado por un grupo élite de la Policía y señalado como “el Becerro”.