Hace poco Jean Daniel ( El País , 10.09) dijo que el posmodernismo era una resistencia a las agresiones modernas y señaló que buena parte de esas agresiones iban dirigidas "contra los valores reflexivos del respeto, el silencio, la soledad, la lentitud, el escrúpulo y la discreción". Una definición encantadora que le pone vida a una idea, a veces abstracta y esnobista de la posmodernidad.
Me ocupo del silencio, porque una de las cosas más notorias del mundo contemporáneo, industrial y urbano, es el ruido. El escritor francés Pascal Quiqnard hace notar el avasallamiento que produce el ruido con la frase "las orejas no tienen párpados". ¿Qué quiere decir? Frente a las sensaciones visuales podemos cerrar los ojos, pero no hay manera de que el cuerpo humano se pueda aislar del ruido.
Y hay ruidos de ruidos. Existe el ruido ya natural del mundo urbano, perceptible sólo cuando cambiamos de medio, cuando vamos al campo y descubrimos que el silencio de la ciudad es inauténtico y, en realidad, un ruido de fondo ya instalado en el inconsciente. Un ruido inevitable que no podemos combatir sino con la huida personal, porque las huidas colectivas (a Llanogrande, Antioquia o Coveñas) lo único que hacen es trasladar la bulla.
Luego está el ruido que la técnica -o la combinación entre técnica y mercado- no ha querido eliminar. Es que no han querido: ¿de qué otro modo se puede entender que en pleno siglo XXI las licuadoras sean un aparato tan ruidosamente infernal? Y las podadoras de césped, los aparatos para soplar hojas en los patios, los camiones que recogen la basura y los que limpian las calles.
Y después tenemos el ruido que cada persona le añade al mundo, con fruición, como si de allí se derivara algún gusto especial. Primero, con las herramientas. Está el fatídico pito del automóvil, sucedáneo mecanizado del insulto a voz en cuello, y dispositivo más usado que el volante por nuestros conductores. Y la manía de quitarle los silenciadores a las motos. Y la inclinación a poner en modo de ruido cualquier función del computador, el celular, el televisor, la caja registradora, las puertas de seguridad, el ascensor, el aire acondicionado.
Y cuando no hay herramientas externas, nada mejor que la garganta. Somos una sociedad de gente locuaz, cosa que en sí misma no es mala si aceptamos la idea de Nicolás Buenaventura de que hablar mierda no deja de tener importancia. Pero se habla poco, porque se habla a gritos y al mismo tiempo, sin pausa para la escucha, ni alternancia para el diálogo. Ni tregua para escuchar una canción. Hoy "oír música" consiste en sentarse varias personas a competir en decibeles con media docena de parlantes. La habladera incesante ya invadió el hospital, el templo, el aula de clases y la sala de conferencias, refugios tradicionales del silencio.
El ruido es una agresión. Dice Quiqnard que "oír es ser tocado a distancia" y no podemos evitar ser tocados, estrujados, a veces arrollados por el ruido. ¿Qué tanto de la neurastenia de ahora se la debemos al ruido? Hay que ganar el silencio.
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