Van tres semanas de lluvia seca. Nunca había sucedido. Y todavía queda otra semana larga. El país y el mundo, más el país que el mundo, han cambiado de respiración, la luz es diferente, los colores se han trocado. Alguien que haya viajado antes de mitad de junio a cualquier latitud, no encontrará a su regreso el mismo pueblo que dejó.
La lluvia es seca porque están prohibidos licor, espuma y agua, y porque la fluidez de la materia que cobija a la gente no se nota. Nadie ve esa tupida sustancia posada encima del cielo, como inmensa nave jupiterina desde donde algo emana.
Puede ser también una cúpula traslúcida bajo cuyo influjo los habitantes adquieren otra índole. Decir que desde allá cae lluvia es un decir. De alguna manera había que describir el ineludible impacto del ardor proveniente de lo alto.
Es más fácil anotar el efecto patente en calles, salas, cerebros, entrañas: la gente se ha juntado. Hasta la víspera del recubrimiento general, dos países se ladraban y mordían sobre el mismo territorio. El motivo de discordia no se mencionaba ni siquiera en familia, so pena de hacer estallar vínculos y balas.
Supuestos conductores del bienestar público azuzaban multitudes que cada vez erizaban más sus nervios y armas. Se hablaba de paz y se practicaba muerte. Ahora también se habla de muerte –¡matame, matame…-, todavía predicadores poseídos aúllan al micrófono palabrotas de sicarios y llaman patria a sus millones de pauta publicitaria.
Pero en el aire vibra emanación diferente. Adolescentes con cara de niño, dirigidos por un enjuto peliblanco de mirada esquiva, sacrifican el fulgor individual para que brille el conjunto. Y el conjunto baila con hermandad y brinco que antes practicaban otros campeones. Sus victorias no quedan en el campo, se hacen sólidas en las neuronas de millones.
La ablución celeste de estas semanas, recibida en la nación como sobresalto amarillo, todavía no deja de ser un peligro. Voceros de la guerra, secundados por agitadores electrónicos iletrados, podrían convertir fraternidad en masa, miedo, asesinato, compulsión fascista.
Esta es la gravedad del momento inédito. ¿Cómo revertir salto y gritería, en éxtasis de muchos que se descubren dignos? ¿Cómo demostrar al mundo que este país sabe de paz porque finalmente se abraza bajo la misma lluvia seca que por siglos ha anhelado ver Macondo?
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