Extraño, que la Tierra Santa de las grandes religiones monoteístas, esté llena de hombres tan fieros, con esa capacidad para sufrir y matar. Tanta confusión, entre pueblos de profetas, y taumaturgos, y regidos por libros revelados. La historia alaba interregnos fructíferos más o menos breves o largos y escasos, cuando esos pueblos del desierto, soñadores de dioses, papistas y ortodoxos, judíos y musulmanes, convivieron en armonía cultivando ciudades espléndidas, sinagogas, mezquitas y basílicas. La intromisión civilizadora de occidente exacerbó arcaicos desórdenes.
Las malas políticas del occidente cristiano en expansión cumplen un milenio en tierras de la Biblia y el Corán. Desde los tiempos asesinos de las cruzadas de caballeros ingleses y franceses y Federico Barbarroja; de la reina Isabel, y la saga beduina de Lawrence de Arabia, hasta la penúltima matazón con todos los fierros de la técnica de los soldados de la conflagración comandada por Bush y Blair y que aún no acaba. Culmina en Gaza con lluvia de fósforo.
La Rusia zarista engendró dos perversiones que no cesan de perturbar la historia moderna: el leninismo que aún espanta en algunos suburbios atrasados de occidente como este, y el sionismo, que siembra reconcomios en esos países fantásticos. Ambas ideas comparten rasgos específicos: los principales dirigentes bolcheviques fueron judíos, Lenin era Zimerman, y Ben Gurion, fundador del Estado de Israel fue su admirador rendido; Israel ha sido transfigurado por la propaganda en tabú, en divinidad intocable so pena de ser tachado de antisemitismo, y la divinización del Estado de Lenin condenó la crítica a la estigmatización de fascista, y enemiga de la humanidad, y asumió la representación de los obreros de todo el mundo en la lucha por la libertad como Israel se funda en la falacia de constituir un hogar seguro donde los judíos puedan aguardar al Mesías.
Miles de judíos critican el Estado de Israel por motivos políticos y religiosos. Consideran sagrada la Diáspora, el desarraigo, la esencia del pueblo judío, aquello que lo hace escogido y extranjero en todas partes en una misteriosa ecuación. Y creen que el carácter colonialista de Israel fomenta el antisemitismo superado en la modernidad. Los jaredis, fieles a la tradición, claman contra la pesadilla del sionismo como síntoma de empobrecimiento espiritual, ateísmo, idolatría, que en castigo contradice la promesa como todas las utopías del orgullo: Palestina es hoy el lugar más inseguro para un judío. Israel no es judío ni hebreo. Dicen. Es sionista. Y desgarra la comunidad.
Nathan Birnbaum, inventor del término sionismo político condenó al fin el nacionalismo. Abraham Burg renunció a la militancia sionista que lo privaba de su condición humana y judía al tiempo, dijo. Israel es percibido por muchos judíos como una traición a la Torá que les arrebata una singularidad milenaria, y convierte el pueblo elegido en otra nación más en la confusión de las naciones, inventada por unos intelectuales rusos, y que reproduce en Palestina modelos de Europa del Este. En consecuencia esperan que como la aberración del estado de Lenin se evaporó sin traumatismos excesivos con Gorbachov, el de Ben Gurión, su discípulo, se disuelva por misericordia consigo mismo y con sus vecinos. Y sus rabinos predican que es absurdo sacrificar una sola vida por un Estado ilegítimo.
Recomiendo, a propósito, la historia de la oposición judía al sionismo, de Yakov Rabkin, de las universidades de Montreal y hebraica de Israel, y publicada por Planeta.
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