Los dos primeros años del gobierno del Presidente Juan Manuel Santos han sido para los colombianos un viaje desde los sueños al desencanto. Desde la confianza hasta la exasperación.
Cuando inició su mandato el país venía de una etapa provechosa, en la cual se logró recuperar la confianza de los colombianos en sí mismos y del mundo en Colombia, a través de la seguridad democrática, el manejo acertado de la economía y el impulso de la inversión social.
Santos fue visto como el hombre indicado para dar continuidad y proyección a ese legado. Fue elegido con 9’004.221 votos, la mayor votación en la historia. Y tras posesionarse recibió en el Congreso el respaldo de todas las agrupaciones políticas, con excepción del Polo Democrático. Un patrimonio y una potencia política más que suficientes para gobernar con tranquilidad y para emprender grandes acciones en bien del país.
Nada de eso ha ocurrido. El de Santos ha sido, hasta ahora, un gobierno más de anuncios que de realizaciones. Con excepción de algunos resultados en lo económico y en lo social, un sobresaliente avance en las relaciones internacionales y de iniciativas afortunadas como la Ley de seguridad o la de reparación de víctimas, hay un cúmulo de grandes frustraciones, como las aplazadas reformas a la educación, a la salud, al sistema pensional y a la justicia.
La falta de gestión en temas vitales como la lucha contra la corrupción, el control a la minería ilegal, la crisis invernal, la protección a los reclamantes de tierras, las relaciones con el Congreso o el desbarajuste del sistema de salud, han creado angustias e inconformidad en la gente.
Inquieta, especialmente, la inseguridad, un tema vital en el cual el discurso oficial choca constantemente con la dura realidad. Mientras el Gobierno insiste en que los ataques ocurren en donde vive el 4,6 por ciento de la gente, la guerrilla, las bandas criminales y la delincuencia común no cesan sus ataques contra la población y contra las fuerzas militares y de policía. Los combos y la microdelincuencia actúan con intensidad en las grandes ciudades.
Más allá de la impopularidad y del desgaste político, el problema de fondo es el impacto que esta dinámica negativa tenga para la imagen del país. Y cuanto pueda desestimular la confianza que es el mayor patrimonio que Santos recibió de su antecesor.
Vista con los ojos del optimista esta dura realidad de la mitad del camino es una oportunidad para enderezar el rumbo. Con su popularidad en declive y su gestión cuestionada el Presidente tiene tiempo y espacio para dar un fuerte timonazo. Es la figura dominante del escenario político. Tiene todas las posibilidades de mejorar y fortalecer su equipo. Empeñarse a fondo en la seguridad, conectarse con las regiones que hasta ahora ha mantenido olvidadas y comunicar mejor los resultados de su labor.
La estabilidad y el futuro del país pasan por culminar tareas como restablecer el equilibrio de poderes, rescatar el sistema de salud y recuperar la seguridad. Santos puede y tiene con qué hacerlo. Aunque se deba en parte a la falta de ejecución, el Gobierno tiene las arcas llenas. En definitiva, todo a su favor para retomar el timón con un nuevo aire, en el cual aplique, esta vez de corazón, el llamado a la unidad nacional que como dijo en su posesión: “...supone dejar atrás confrontaciones estériles, pendencias desprovistas de contenido, y superar los odios sin sentido entre ciudadanos de una misma nación”
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