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Petro y la oposición real

  • Jorge Giraldo Ramírez | Jorge Giraldo Ramírez
    Jorge Giraldo Ramírez | Jorge Giraldo Ramírez
31 de octubre de 2010
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Siguiendo ciertas indicaciones del sentimiento, uno podría decir que entre los políticos hay tres clases: los simpáticos, los antipáticos y los no empáticos (para simplificar menos). Se puede creer -interpretando la opinión pública- que definitivamente Gustavo Petro no está entre los simpáticos. Tal vez él mismo lo reconoció en uno de los debates presidenciales cuando dijo que su peor defecto era el orgullo. Y cuando uno ve orgullo en su propio ojo, los demás ven prepotencia o soberbia.

Y cuando al orgullo uno le suma inmadurez, comprende mejor los devaneos y las metidas de pata de Petro en el pasado. Y presumiendo siempre la buena fe -como se debe hacer- tenemos que asumir que Petro ha madurado como político y ha encontrado un lugar propio y casi indisputado en la vida pública del país. Ese lugar es el de la oposición.

Como sea Gustavo Petro ya entró en la historia política cuando abrió el debate sobre la parapolítica. Ahora encontró una veta que lo va a reafirmar: la lucha contra la corrupción en su propio partido y en el segundo cargo de gobierno más importante del país. Como ocurrió con la parapolítica, la prensa bogotana se despista creyendo que el problema es la división del Polo y no la podredumbre de la "Atenas suramericana" devenida en algo así como la Roma de Domiciano.

La peculiaridad de la conducta política de Petro en los últimos cinco años, digamos, es que está haciendo una oposición leal. Entiendo por oposición leal aquella que cumple con dos condiciones: primera, que se hace siempre dentro de los marcos institucionales y legales adoptados por la comunidad política; segunda, que es responsable en tanto no recurre a la demagogia ni instrumentaliza la protesta social.

Es leal, además, porque está intentando que se cumplan preceptos éticos del Estado colombiano como la legitimidad en el uso de la fuerza armada y la preservación de los recursos públicos destinados para el bienestar de todos los ciudadanos, que son parte de los consensos informales de la sociedad y de las reglas formales del Estado. Otra cosa es que la mayoría nos hagamos los de la vista gorda con la privatización de la seguridad y con el saqueo del erario público.

Y en la historia colombiana llena de políticos marrulleros, blindados con apellidos de alta cuna y manos largas, la oposición leal es una cosa rara. En los últimos 50 años los opositores liberales y conservadores jugaron muchas veces a más de tres bandas, reuniéndose a veces con mafiosos, otras con guerrilleros, unas más con paramilitares, tratando de ponerlos a jugar en su lado del ajedrez político. Robando o dejando robar.

Una última cosa interesante, y que probablemente ni el mismo Petro sepa, es que él ha puesto al descubierto que en Colombia una oposición seria no es oposición al Gobierno. En Colombia una oposición seria es la que critica el tipo de sociedad que hace del latrocinio la norma de la administración pública. Es la que nos muestra nuestro peor yo.

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