Para nosotros, los calentanos, es muy duro el segundo día en ciudades altas como Bogotá o La Paz. Sin una buena taza de té de coca, el soroche producido por las alturas resultaría insufrible.
Pero hay algo mucho peor en ese segundo día de aclimatación: una cita para solicitar la visa en la embajada americana.
Después de esquivar en un taxi el maremágnum de carrazos de escoltas alrededor de la zona, espero durante casi tres horas en las afueras del edificio de la embajada.
Bajo la chispa del sol de tierra fría, hago parte de una procesión: centenares de colombianos que, con la pinta dominguera, cargamos un cartapacio de súplicas (documentos recogidos tras meses de afanosas diligencias) para obtener la bendición del Tío Sam.
Setentones, sin dónde reposar, agradecen al cielo la tregua de lluvia; a su lado, ejecutivos con traje de marca, señoras encopetadas, niños que perdieron colegio, y jóvenes que sueñan con estudiar? o coronar.
Entretanto, los peregrinos comparan su papelería, y llegan los j.j.rendones propagando rumores: "¿No tiene fotocopia del pasaporte?"; "esa foto no sirve: se le ven los aretes". "A la vuelta, sacamos fotocopias a mil; y foto, a 10 mil".
Y entonces, desciende de los cielos la voz del Gran Hermano: "No haga corrillos. Por razones de seguridad, si no tiene cita, despeje las áreas circundantes?".
Una legión de funcionarios colombianos, vestidos de negro, como ángeles del infierno, sale para revisar la documentación de los feligreses.
Nadie protesta. El humillante silencio de la resignación.
Ya adentro, en la primera ventanilla, frente al parqueadero de empleados, un padre le dice su hijo: "Vea, chino: ese carro que está saliendo es un Porche. Aproveche, sumercé, que de eso no se ve por aquí".
Después de la segunda fila, la de toma de huellas, un ángel del infierno se aproxima a un peregrino y le pregunta su edad: "Setenta y uno", responde él. Sin mediar palabra, le pega en la corbata un adhesivo circular de color amarillo con ese número. Y lo manda a sentar.
(Por asociación libre, acude a mí "La lista de Schlinder").
Llego a la última taquilla: la entrevista. Una joven rubia recibe mi pasaporte y el de mi esposo, que no está conmigo. Rechaza cualquier otro papel. Sólo le inquieta un detalle sobre mi marido. "Usted me corchó", le contesto, levantando los hombros. Ella sonríe: "La renovación de su visa está aprobada".
Mi Mickey Mouse, mi negocio, mi estudio, mi congreso, mi único sueño americano, es un gringo irreverente de 4 años. Yo corono cuando, en un aeropuerto, escucho el grito: "¡Tía Anita!". Sólo por ese instante de gloria, hago parte de la procesión del Tío Sam, soy tolerante con los ángeles del infierno y he soportado que, en inmigración, me requisen como a una delincuente.
¿Qué sentido tiene un Tratado de Libre Comercio entre dos sociedades cuando en una de ellas los ciudadanos no transitan libremente?
¿Qué tipo de relación se puede establecer con quien da prioridad a las cosas sobre las personas?
Al salir, recuerdo las palabras de Charles de Gaulle a su esposa, el día del entierro de su hija Anne (quien padecía síndrome de Down): "Ya es como todos los demás".
Y es que, ante la indefensión y la muerte, todos somos iguales.
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