La mirada de los amigos que nos llevan una larga ventaja en años tiene casi siempre un dejo de condescendencia, una especie de comprensión que se encarga de marcar distancias y subrayar una amplia superioridad en la biografía y la bibliografía.
Sin embargo, desde que recuerdo Miguel siempre miró con la curiosidad del compinche el intento de mis primeros poemas, el afán de las columnas y el embeleco de rabodeají, una revista en internet que se alimentaba regularmente con sus merodeos de polilla sobre legajos, cartas, baúles, anaqueles y periódicos vencidos.
A pesar de sus manías de archivero y sus gustos de anticuario Miguel era el menos rancio de sus compañeros de mesa. Tal vez el ron haya ayudado a ese propósito.
Desde el segundo piso de la Biblioteca Pública Piloto, vestido con una bata blanca de laboratorista, Miguel Escobar se dedicó a construir los diarios inexistentes de muchos de los personajes de la cultura en Antioquia.
Saltando de los libros contables a los telegramas, de los álbumes familiares a las revistas, de los archivos personales a las crónicas refundidas, logró seguir a los pintores, los músicos y los escritores de comienzos del siglo XX en Medellín.
Sabía qué música oían Los Panidas en el Café el Globo, qué película vio Ricardo Rendón antes de tragarse la bala de un Colt, cuánto ganaba Restrepo Rivera en sus años de gerente de la Naviera Colombiana.
Como una especie de biógrafo aficionado, Miguel Escobar era capaz de mostrarnos las gracias menores de los personajes que la historia oficial se encarga de alejar entre placas conmemorativas y otros himnos.
Conocía además todas las pequeñas inquinas de la villa. Las tensiones con las que la ciudad fue ampliando su centro desde el Parque de Bolívar.
Los celos de los párrocos, los apetitos de los comerciantes, las letras de cambio de los mineros, las trifulcas de los periodistas.
Su interés por los autores antioqueños nunca tuvo que ver con los virus regionalistas.
Su curiosidad sólo respondía a sus gustos de lector y a las pistas que iban llegando a su oficina después de ser descartadas por los inventarios burdos de las sucesiones, las quiebras y otros desastres.
Miguel Escobar era una especie de índice infalible del libro desordenado que van dejando las ciudades en sus papeleos mayores y menores.
En buena medida fue él quien se encargó de ordenar la bitácora que guarda la Sala Antioquia de la Biblioteca Pública Piloto.
Se necesita una devoción extraña por el trabajo y la vida de otros hombres para dedicarse a recoger sus pequeños gustos y a reconstruir el telón de fondo de sus vidas.
Cuando ya estaba retirado de su trabajo de empleado público, dedicado a atender una oficina de embelecos en el conventillo de un parqueadero, siguiendo sus pesquisas sin necesidad de rendir cuentas a las contralorías, se vio obligado a suspender sus colecciones. Hace una semana que Medellín perdió una buena parte de su memoria.
Miguel Escobar era el hombre perfecto para las preguntas imposibles.
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