Normalmente se entiende que es difícil hacer el mercado por razones económicas. Existe una inercia para pensar que el sueldo no alcanza, aunque nunca ha alcanzado, o que el costo de la vida está muy caro aunque la inflación sea de un dígito. Nada más predecible que los titulares de las páginas económicas de los diarios entre enero y febrero. Ya Juan Luis Guerra escribió una canción sobre el asunto, bastaría que la colocaran como tema de enero, así como existen temas de diciembre.
Esa dificultad es prosaica, rutinaria y dolorosa. Así que escojo hablar de otras. Una son los obstáculos que los fabricantes nos ponen para comprar cualquier producto. Ensayen a comprar cualquier cosa simple, digamos aceite de cocina. Hay animal -despreciado-, vegetal dizque más saludable, y luego de ajonjolí, girasol o canola, y después normal o light, en botellas grandes y más grandes. No diga usted que va a comprar un jabón o un champú porque ahí será babel.
Luego vienen los publicistas. Primero nos convencen de que los productos no pueden tener preservativos, ciertos tipos de endulzante, o algunas sustancias que son cancerígenas un día y al otro día no. Enseguida usan bellas palabras para decirnos que el producto ahora sí es bueno, lo que quiere decir que lo que nos estaban vendiendo la semana pasada realmente era de baja calidad. Para terminar, ponen unas etiquetas ilegibles en las que los ingredientes, las especificaciones de peso y fecha de vencimiento resultan irreconocibles.
El remate lo hace el supermercado. El producto lo cambian de estante cada ocho días, lo tapan con enormes avisos publicitarios, los pasillos están inundados de carros para surtir la mercancía, de pobres impulsadoras de producto, y montones de mesitas de degustación con porciones de dos gramos de un comestible nuevo. ¡Intente comprar una arepa para que vea cuatro muchachitas encima convenciéndolo de que es mejor la de la bolsa naranja que la del moño azul!
Sobrevivimos. Nos aguantamos la música que durante hora y media sonó a todo volumen, ignoramos a los tipos disfrazados de pájaro que nos saludan como si fuéramos infantes, soportamos el sanalejo que han montado en los corredores y el estorbo de los que van al mercado creyendo que se trata de un parque de diversiones. Entonces vamos a pagar. Mientras avanza esa larga fila el pescado se descongela encima del pollo, la mora se licúa sobre el periódico, el azúcar se riega sobre el jabón.
Ya en la caja registradora a la etiqueta no se le puede leer el código de barras, o no tiene etiqueta y hay que ir a doscientos metros de distancia a buscar otro producto igual. Señor, no hay cambio, debemos esperar al supervisor que no aparece. ¿Desea comprar un seguro de vida de 60 pesos? ¿Donar 250 pesos para la fundación de caridad? Por favor, ponga sus datos en estas 200 boletas para que participe en la rifa de una licuadora. Uno sale sin ganas de volver, pero a los ocho días uno vuelve? ¡Y viene diciembre!
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