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La peste del olvido

  • La peste del olvido
18 de abril de 2014
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La última vez que vi a Gabriel García Márquez fue en Cartagena, en diciembre de 1997. Días atrás había tenido el privilegio de asistir a su taller de narración periodística en Barranquilla. Mi crónica sobre el taller apareció el lunes 22 de diciembre en la primera página de El Universal. Su título, "La lección del maestro", era un guiño para García Márquez. Pensaba que era muy probable que la leyera. Sabía de su interés en la obra de Henry James y quise decirle que entendía lo ambiguas que eran las relaciones entre los maestros y sus discípulos. Ese lunes en la noche acompañé a Darío Gallo, un periodista argentino, a visitar a la madre y las hermanas de García Márquez. La casa estaba al final del callejón de los Nísperos, en Manga. Las hermanas nos acogieron amables y nos invitaron a sentarnos en la terraza. Aida aprovechó para decirnos que necesitaba ayuda para crear la Cátedra García Márquez. También estaba Ligia de visita. Todas hablaban al mismo tiempo. En medio del ruido y el movimiento, Luisa Santiaga parecía una muñequita. Había pasado de los noventa años y tenía la mente en blanco. Sentada en un taburete, con labios apretados y gesto de niña juiciosa, fingía interesarse en la conversación.

Tardamos en notar su llegada.

"Qué mundo tan grande", dijo y se acercó a besar la frente de su madre.

"Gabito", dijeron en coro las hermanas, tratando de arrancarle una emoción al gesto ausente de la madre. "Vino Gabito".

"¿Quién?", dijo Luisa Santiaga cuando aquel hombre se alejó y ocupó una silla.

"Tu hijo, Gabito", le repitieron.

"¿Gabito?", repitió con lentitud y su mirada se perdió en la oscuridad.

Pensé en la ironía. Aquello que acababa de ocurrir nos dejó a todos con un nudo en la garganta. Gabito trató de aligerar las cosas con un chiste: "Carajo, todo lo que uno se ha matado escribiendo para que la mamá no se acuerde de uno".

Luego agregó mirándola: "Ahí están mis memorias. Pero no puedo entrar".

Dijo que le había gustado la crónica sobre el taller. Nos preguntó los planes que teníamos para esos días. Agregó que esa noche tenía una invitación a cenar con un alto oficial del ejército. Tuve la tentación de decirle que cancelara esa cena y que se fuera con nosotros, como en sus noches remotas de reportero. Pero no le dije nada. Tardó poco en marcharse. Se despidió de su madre con otro beso.

Cuando se fue, el entusiasmo en la terraza se había disipado. Darío y yo nos despedimos con la promesa de regresar pronto. Un par de días después supe que aquella noche García Márquez llamó a casa de su hermana y pidió que me pasaran al teléfono. Nunca sabré para qué.

Me hace feliz saber que uno de mis héroes de juventud, uno de los escritores que influyeron en mis decisiones vitales, leyó varios de mis libros, que no le parecieron malos y que llegó a robarle uno de ellos a un tipo que andaba con guardaespaldas. También me divierte imaginarle posibilidades a esa llamada telefónica que nunca recibí. Desconocer el motivo de la llamada me permite inventar. A veces pienso que llamó para hablar de lo ocurrido aquella noche en casa de sus hermanas, cuando el autor de la oda inmortal habría querido regalarle a su madre un ramo de nomeolvides, para que hiciera lo que dice el significado.

*Autor del libro Un ramo de nomeolvides, sobre los inicios de Gabriel García Márquez en El Universal de Cartagena. Este es un fragmento de la crónica Recuerde el alma dormida.

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