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En clase con el fantasma

03 de abril de 2014
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Cortazariano de vieja data, he visto con una mezcla de alegría y de sospecha la abundancia de libros póstumos que han nutrido la obra del autor de Rayuela. Poco antes de morir, el mismo Cortázar dejó organizadas sus novelas tempranas: El examen, Diario de Andrés Fava y Divertimento. Todo indica que Imagen de John Keats, su biografía con licencias, también estaba lista para la imprenta desde que un editor poco arriesgado la rechazó en los años 40. La diligente tarea de Aurora Bernárdez –la primera esposa de Cortázar y su albacea literaria, junto con Saúl Yurkievich y su esposa– permitió reunir extensos volúmenes de correspondencia que iluminan y revelan un Cortázar más completo, más humano y más cotidiano. Luego vino Papeles inesperados. En los últimos meses, el más prolífico autor póstumo de que se tenga noticia en Latinoamérica nos ha sorprendido con un álbum biográfico y con el registro de las clases de literatura que dictó en la Universidad de Berkeley, California, en 1980. Corriendo el riesgo de pasar por ingratos, la alegría de seguir recibiendo novedades de Cortázar a 30 años de su muerte –y en dosis tan calculadas– empieza a dejar la sensación de que alrededor del gran cronopio se ha creado una especie de fábrica bastante productiva y aceitada. Las clases de literatura son fascinantes porque nos muestran a Cortázar en un ambiente del que recela. Culto como era, descreía de la vanidad intelectual. Ahí lo vemos repetir generalidades sobre su carrera de escritor, sobre sus intereses como lector, y doblegar con ternura la arrogancia sabionda de los estudiantes graduados. Despiertan interés sus reflexiones sobre el origen, la estructura y las costuras de algunos de sus relatos. La manera como los textos se presentan nos permite sentir el ritmo vivo de las clases: las digresiones, los debates, la prisa del profesor al final del semestre para escapar de esos alumnos que empiezan a cansarlo. Pero queda la sensación de que en el libro todo está embutido de cosas para alcanzar un volumen que bien pudo reducirse a la mitad. Si Cortázar leyó en esas clases algunos de sus cuentos, uno se pregunta por la necesidad de reproducir esos cuentos en su totalidad. Confieso que no he llegado a una conclusión en ese sentido. Pero al final de la lectura queda la sensación de que hemos asistido a un capítulo más de la raspada de la olla para seguir haciendo negocio con los niveles más superficiales de la obra del escritor.

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