Hace un par de semanas, en este mismo diario, Rudolf Hommes propuso un viejo problema de la política, esta vez a propósito de la manera como quedó configurado el Congreso de la República y los posibles condicionamientos que dicha configuración ejercería sobre las elecciones presidenciales.
El planteamiento es el siguiente: el Legislativo ha quedado definido según las reglas impuestas por el clientelismo, los aparatos de los partidos y la penetración de corruptos y mafiosos. Un Ejecutivo limpio y renovador, elegido en mayo o junio quedaría supeditado a estas condiciones o, en el mejor de los casos, llevaría al país a una parálisis y a un conflicto larvado entre los dos poderes durante los próximos cuatro años. La conclusión de Hommes es fatalista y desoladora: habría que elegir un presidente parecido al Congreso para que las cosas funcionen, así sea más mal que bien.
Las premisas de este argumento son muy endebles. Habría que suponer que los gobiernos eficaces deben tener mayorías parlamentarias, que el Congreso tiene tanto poder o más que el Ejecutivo, o que cualquier acción gubernamental significativa requiere del apoyo parlamentario. Ninguna de ellas es cierta. En Colombia son más las leyes que sobran que las que hacen falta. El poder presidencial es suficiente para llevar a cabo las promesas constitucionales y legales incumplidas. Si de un Legislativo corrupto se trata, es mejor su oposición que su apoyo condicionado.
Las conclusiones de Hommes conducen a la inmovilidad y desalientan el voto de opinión, que siempre se destaca eligiendo gobernantes -especialmente alcaldes y presidentes. Pero, sobre todo, ponen de presente el nudo gordiano de la política colombiana, a saber, ¿cómo quebrar el poder de los corruptos en el país?
Hemos tenido propuestas despóticas: cerrar el Congreso, proscribir algunos partidos y movimientos por vía legal. Hay propuestas antipolíticas: criminalizar a los políticos y a los partidos, condenarlos antes de juzgarlos (ahora el gran delito es ser investigado). Hay propuestas ilustradas, tan bellas como ineficaces: educación ciudadana y moralización de la actividad pública. Poco se piensa en que el remedio para los males políticos debe ser también político.
El Acuerdo Democrático Fundamental ha llamado la atención sobre un asunto: el papel de los partidos y los dirigentes políticos en la reforma de las reglas de juego. No dejar participar a los mafiosos, violentos y corruptos en sus filas, fue la promesa que realizaron seis partidos más Compromiso Ciudadano. Son los partidos y sus jefes los que están llamados a dirigir el Congreso. No puede ser que los partidos desaparezcan una vez pasadas las elecciones, y después la política quede en manos de los cabilderos y de las marrullas en las comisiones y plenarias.
Además, un Ejecutivo que trabaje con las normas existentes es capaz de producir cambios sustantivos en el bienestar de los colombianos. Claro está, siempre y cuando no le haga concesiones a las presiones de los congresistas, ni a los contratistas. Un Ejecutivo que gobierne de cara a la gente y que pueda movilizarla cada vez que emerjan las presiones subterráneas. La idea de que hay que nombrar un presidente con mayorías en el Congreso no sólo es falsa, sino que pretende inmovilizar las ilusiones de quienes desean un cambio efectivo.
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