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El debate sobre el desarme

30 de noviembre de 2008
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Medellín vuelve a vivir una discusión intensa entre las autoridades, de gran trascendencia para la seguridad y la convivencia, y que se ha repetido periódicamente aquí y en Bogotá. Se trata de la posición respecto al porte legal de armas por parte de los ciudadanos, respecto al cual casi siempre los alcaldes y los comandantes de policía se unen para tratar de prohibirlo y los comandantes del Ejército siempre lo defienden.

Hay asuntos de hondo calado filosófico en el debate. Si concebimos el Estado como un administrador de los bienes públicos o si lo pensamos orgánicamente, es decir, bajo la idea de que "el Estado somos todos"; si asumimos que la sociedad es un conjunto plural de grupos diversos o si la vemos más bien como un conjunto homogéneo; si sospechamos que el ser humano es peligroso o si confiamos altamente en su bondad. En resumen, si creemos que lo mejor es un Estado fuerte y responsable o confiamos más en la voluntad general de la comunidad. Si estamos de acuerdo con el primer término de estas alternativas, debiéramos rechazar el armamento general; si estamos de acuerdo con el segundo, deberíamos apoyarlo.

Pero también hay problemas históricos y cotidianos. En Colombia desde la aurora republicana no ha existido un monopolio efectivo de la fuerza en el Estado y, especialmente, en las últimas décadas tenemos demasiados ciudadanos armados legal e ilegalmente. Es de sentido común suponer que este ha sido un factor favorable a la proliferación de guerras civiles y al incremento de la inseguridad. Lo grave es que parece probado que dos terceras partes de los homicidios que ocurren en este año en Medellín están vinculados con armas amparadas.

Las armas amparadas son un monopolio, en todos los sentidos, del Ejército Nacional: el Ejército las produce, las comercializa, otorga los salvoconductos y es el único ente que decide sobre esta política. Ningún presidente, ministro de Defensa o comandante se ha atrevido a cuestionar la idea tradicional y los intereses económicos que rondan el mercado de armas legal. Y esto a pesar de que se trata de una política anterior a la Constitución del 91, a la política de seguridad democrática, a los consensos internacionales contra el mercado de armas y a las campañas globales contra la proliferación de armas livianas.

La política de seguridad democrática tiene un mérito que no se le ha reconocido y es que el Presidente Uribe acabó con la tradición por la cual los poderes civil y militar transcurrían por planos paralelos, pacto que implicaba que ninguno de ellos se entrometía en la esfera del otro y que constituía uno de los últimos rezagos del Frente Nacional. Por esta vía, Uribe se ha dado el lujo de sacudir varias veces la cúpula militar -no siempre con acierto-. Este paso efectivo, de aplicación del mandato constitucional constituye un avance civilista y democratizador.

El poder de veto del Ejército sobre las políticas de desarme constituye un anacronismo y un rezago de la peligrosa idea de que el poder militar es autónomo respecto al poder civil. Una comandancia militar inteligente debiera entender esto.

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