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El cazador de fósiles

27 de julio de 2009
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Cuando llueve a cántaros, La Tatacoa deja de ser desierto y se convierte en pasado, en selva tropical, rugido de enormes animales y tierras enlagunadas bañadas por numerosos ríos.

Los días en los que la Cordillera Central apenas se alzaba y los mares se alejaban con la vida que alcanzaba la retirada, emergen como sombras de tiempos pretéritos.

El invierno del año pasado y comienzos de éste lavó el terreno, como sucedió tantas veces desde antes y después de que los japoneses llegaran, silenciosos al promediar el siglo pasado, a estudiar y llevarse ejemplares de enormes animales prehistóricos a los que la muerte sorprendió en lo que luego fuera el valle de las Tristezas, como lo llamara Gonzalo Jiménez de Quesada en 1538.

Efraín Perdomo poco conoce del tema. En los terrenos que compró su padre por 20.000 pesos años ha, encontraron hace un año los restos de una enorme tortuga, bien preservada, junto a la mandíbula de otro animal.

Tras forcejeos, el Ingeominas se los llevó para su estudio. De su predio no quería dejarlos retirar.

Detectar la finca de Efraín no es difícil si se busca el oasis más verde del desierto, logrado con una pequeña represa que concede riego a los árboles y matas florecidas.

Pero alcanzar el lugar no es asunto sencillo. El carreteable de 600 metros que lleva a la propiedad es una insinuación cerca a una pequeña planicie de tierra roja que no se diferencia del resto de La Tatacoa.

Con Chari Brigit, su hija de cinco años, que el año entrante irá para la escuela aprovechando el transporte que recoge los escolares de un sector en donde vive, como un fósil más, lo que fuera una pequeña escuela que los escasos pobladores no logran llenar hoy, Efraín recorre el trayecto hasta el punto donde la tortuga encontró su destino final.

Son unos 300 metros, cuyo recorrido se alarga por la serie de pequeñas hondonadas que hay que bajar y subir, en un terreno repleto de piedras de diferentes tamaños.

En una de esas concavidades un chorro lavó la tierra que tenía encima el animal acuático.

De regreso, Efraín muestra acá y allá pedazos de fósiles. Se detiene en un punto y escarba. Aparecen más.

-Para qué destaparlo, si a uno no le dan nada. Si me dieran para arreglar la casita que está que se cae.

Chari recoge un fragmento que parece una roca, para "que mi mamá machaque el banano", pero la deja a la orden de su padre.

-Mi hijo se encontró una mandíbula con qué muelototas. Ya ni sé dónde anda, comenta y recuerda que en otro sitio, al otro lado de la carretera que se pierde hacia el centro poblado mayor de Doche, halló una tortuga más pequeña pero muy completa. La tapó y marcó el punto.

En el rancho se siente el frescor de la brisa y las plantas reverdecidas. A un lado está el área habitable, en una construcción de tierra, alta, que deja ver el desmoronamiento que el tiempo regaló con generosidad. En un extremo está la cocina.

Se une con el lavadero y la mesa para comer, hecha con tablones sin pulir, por una ramada que evita que el Sol de 32 grados haga estragos.

A ocho metros el corral para los chivos. Son su subsistencia, con unas pocas reses.

-Se nos robaron cuatro en estos días, comenta y agrega que pese a la resequedad el ganado que no es parido sí engorda.

Sandra Milena, su esposa, apura unos tintos. Efraín entra a la habitación y regresa con un fragmento de fósil. Pesa como una gran piedra. Se distinguen varios dientes enormes de lo que fuera parte de la mandíbula de un gran animal.

-Pienso pintarlo bien para que se preserve, explica. Durante años estuvo tirado a un lado de la casa.

Chari se mece en la hamaca con un chivo pequeño que se deja hacer de todo, como disfrutando las caricias de la niña.

La vida en La Tatacoa no es fácil, pero en los recorridos para buscar el ganado, queda tiempo para mirar los fantasmas de ese pasado que el agua destapa.

-El mayor, vamos a ver cómo hago el esfuerzo para que entre a la universidad, me dice que en internet ha visto la tortuga y que está muy linda.

Aunque la Universidad Nacional tiene en mente un gran museo para el desierto, en la zona donde han aparecido tantos animales que engalanan colecciones de todo tipo, la alcaldesa de Villavieja, Tania Beatriz Peñafiel, sostiene que como municipio categoría 6 no tiene para contribuir con los 800 millones que cuesta.

Efraín espera que los fósiles le ayuden a mejorar su casa. Es lo que pide. Por ahora seguirá recorriendo la región en la que siempre ha vivido, acompañado de fantasmas que quieren volver a cobrar vida.

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